El índice de precios al consumidor (IPC) subió un 0,98% en julio, uno de los aumentos más altos de los últimos meses, y marcó el retorno a tasas de inflación positivas. ¿Significa que volveremos a experimentar inflaciones elevadas como antes? Notamos, por otra parte, que la tasa básica pasiva cayó a su nivel más bajo la semana pasada, para ubicarse en un 5%. Como hay una correlación entre inflación alta y elevadas tasas de interés (y a la inversa), surge la duda si habrá confusión en el mercado financiero.
Antes de responder, es necesario aclarar que no todo incremento del IPC es inflacionario. La inflación es un aumento generalizado de precios en respuesta a excesos de demanda agregada producidos, usualmente, por excesos de liquidez. Pero no toda variación del IPC tiene, estrictamente, carácter inflacionario. Los precios al consumidor pueden variar ante choques de oferta, a menudo de origen externo, como las variaciones en los precios del petróleo y materias primas importadas, sin que puedan atribuirse a una mala política monetaria.
Los precios de los combustibles bajaron abruptamente en el 2015, de niveles alrededor de $100 por barril a casi $30 por barril, y contribuyeron a la variación negativa del IPC en casi todo ese período y parte del 2016. Pero los ajustes posteriores revirtieron, en parte, la caída y también se reflejaron en el IPC. Los derivados del petróleo tienen la indeseable capacidad de afectar directa e indirectamente muchos bienes y servicios, incluido, desde luego, el transporte. A lo anterior se suman los ajustes en el tipo de cambio, aunque relativamente modestos, pero que también inciden en el precio de los bienes importados.
El índice subyacente de inflación, conocido en la jerga internacional como core inflation, refleja con más propiedad las presiones inflacionarias asociadas con excesos de demanda agregada; es decir, con la política monetaria. Ese índice no reflejó caídas tan abruptas durante el período de bajas en el precio de los combustibles, y es de suponer que tampoco lo hará ante el alza (se calcula con un cierto rezago). Durante todos estos meses se ha mantenido en niveles positivos, alrededor del 0,5%, y refleja la consistencia de la política monetaria con factores como la brecha del producto y la demanda por dinero (colones).
Lo anterior nos permite llegar a una primera aproximación de la inflación. Aunque el IPC haya subido marcadamente en julio, lo hizo, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), principalmente ante variaciones en los precios de los combustibles y el transporte. Pero no es de esperar que el fenómeno se repita en los meses siguientes, al menos con igual magnitud (hay siempre efectos rezagados ante el ajuste inicial), pues las proyecciones futuras de los precios del petróleo, emanadas de organismos especializados como el Instituto Internacional de la Energía y el Fondo Monetario Internacional, señalan incrementos en la oferta (producción) y una demanda relativamente moderada, lo que augura una cierta estabilidad del precio. La fortaleza del dólar frente a otras monedas también incidirá a favor, pues el barril del crudo se cotiza y tranza en esa moneda.
Dicho lo anterior, conviene examinar la meta de inflación contemplada en el programa macroeconómico del Banco Central para evaluar el posible curso de los precios. En la revisión de julio, la meta se mantuvo en un 3% anual (más o menos un punto porcentual), a pesar de los ajustes eventuales del precio del petróleo o del tipo de cambio, anticipados en la propia programación. Lo más relevante es que la expansión de la liquidez y el crédito establecida como meta para asegurar la baja inflación contempla crecimientos de alrededor del 9%, porcentaje consistente con la expansión real de la producción, estimado en poco más de un 4% real. El programa contempla, además, el uso de instrumentos para contrarrestar excesos de demanda agregada que pudieran resultar inflacionarios, como ajustes en la tasa de política monetaria (TPM), principal instrumento de estabilización. Si se cumple, no habría por qué esperar brotes inflacionarios más allá de las metas establecidas. Es la principal conclusión.
Nunca sobra reiterar los beneficios de una baja inflación: facilita el cálculo económico, genera confianza para invertir y crear empleo, preserva el poder adquisitivo de los salarios (factor social esencial), contribuye a evitar la apreciación cambiaria, ayuda a la baja en las tasas de interés y afecta favorablemente el déficit fiscal y las pérdidas de operación del Banco Central. Es mucho lo que está en juego para lanzar la inflación por la borda, aunque a veces resulte imposible evitar choques externos.
Volviendo a las tasas de interés, no pareciera haber grandes inconsistencias en la reciente reducción de la tasa básica pasiva y, en general, las demás tasas activas y pasivas de interés. Las tasas nominales se han venido ajustando a la baja. Durante el período de inflación negativa, las tasas reales subieron más de lo necesario (o las tasas nominales no bajaron lo suficiente) y afectaron los costos de producción. Si la inflación se acomodara gradualmente a las metas del programa macroeconómico y las tasas nominales se mantuvieran estables, las tasas reales serían más favorables para producir.
Varias son las incógnitas en este contexto: según el Banco Central, si la liquidez ubicada a corto plazo se canalizara rápidamente al gasto interno y presionara la inflación más allá de las metas, la tasa de política monetaria sería llamada a cumplir su función esencial y a afectar las demás tasas activas y pasivas; si los precios regulados se desbordaran por razones políticas o fiscales, aumentarían el IPC y las tasas de interés (Aresep debe realizar esfuerzos por racionalizar las tarifas de buses); y en ausencia de una reforma fiscal suficiente y sostenible, también subirían las tasas de interés. Es el principal reto del país.