Está en boga asumir la “responsabilidad política” para dar por cerrada la discusión de los traspiés gubernamentales. Es una responsabilidad sin consecuencias. El funcionario la “asume”, con un aire de heroicidad, y nada pasa. Las consecuencias del error permanecen, por lo general, sin que se sienten verdaderas responsabilidades.
Así entendida, la “responsabilidad política” es un concepto hueco; simple descripción de una maniobra empleada para evadir responsabilidades reales. Tiene, también, un dejo de vacua arrogancia. Por lo general, cuando el funcionario “asume” la responsabilidad, la opinión pública ya se la había asignado.
Entendida como la afectación de la imagen o el prestigio, sin más consecuencias, la responsabilidad política no es un bien del que dispone el funcionario para asumirlo o rechazarlo. Los autores de abusos y otros desaguisados no tienen control sobre el reproche social, aunque insistan en aparentar lo contrario, “asumiéndolo” como si tuvieran la opción de no hacerlo.
Asumir la responsabilidad política tiene sentido cuando el gesto va acompañado de consecuencias. Como mínimo, corresponde la aceptación del error y las disculpas del caso. En situaciones más graves, la responsabilidad política solo puede tenerse por asumida cuando su aceptación va acompañada de la renuncia.
El ministro de Transportes de Portugal, para citar un ejemplo célebre, aceptó la responsabilidad política por la caída de un puente remoto y centenario y, de inmediato, presentó su dimisión. El ministerio a su cargo era el responsable del mantenimiento. La aceptación de una responsabilidad significativa, con verdadero contenido, es rara en Costa Rica, pero no carecemos de precedentes. Por eso, la práctica en boga de utilizar la “aceptación” para evadir responsabilidades significa un retroceso.
El presidente, Luis Guillermo Solís, lo tenía claro hace un año, cuando incorporó a las redes sociales su queja porque “en este país no hay responsabilidad política. En países europeos el mínimo escándalo sería una renuncia del gobierno en pleno”. El mandatario peca de exceso al proponer la caída de todo el ejecutivo por un escándalo mínimo, pero la manifestación no deja duda de su comprensión del concepto.
En el caso del Festival Internacional de las Artes (FIA), una valiosa tradición de 26 años totalmente malograda por el Ministerio de Cultura, con altos costos financieros, daños a la reputación del país y decepción del público, la ministra Elizabeth Fonseca aceptó la “responsabilidad política” sin ninguna consecuencia personal, y el presidente más bien celebró el gesto como una rareza encomiable.
Acto seguido, la funcionaria describió el festival como un “detalle” y anunció la creación de una comisión encargada de establecer responsabilidades. A fin de cuentas, solo aceptó haber fallado en un “detalle”, pero no realmente, porque, de inmediato, se lanzó a la búsqueda de los “verdaderos” responsables.
¿En qué consiste la “responsabilidad política” asumida? La opinión pública, por supuesto, no había tardado en adjudicarle la responsabilidad al Ministerio y a su jerarca, sin absolver por ello a otros encargados de la organización del fallido festival, es decir, a los demás responsables. La ministra llegó tarde a la aceptación de la responsabilidad política, como suele ocurrir en estos casos, y fue mucho menos severa consigo misma, puesto que nadie más caracteriza al FIA como un “detalle”.
La comisión, por su parte, difícilmente logrará absolver a la funcionaria, y desplazará hacia otros hombros la responsabilidad que ya le fue adjudicada por la opinión pública.