Las reformas impulsadas por el Ministerio de Educación para elevar la calidad de la enseñanza en las universidades privadas deben ser abordadas sin prejuicios y con consideración para los importantes avances hechos por varios de esos centros educativos, así como su indiscutible aporte a la sociedad costarricense.
Hay universidades de garaje, nadie lo pone en duda, pero también hay centros educativos serios, capaces de competir, a menudo con ventaja, con las principales universidades estatales, en cuyas aulas la calidad no es siempre óptima. Las mejores universidades privadas ofrecen a gran cantidad de jóvenes costarricenses una oportunidad formativa que, en su ausencia, les sería negada.
Entre las regulaciones propuestas por el Ministerio de Educación hay varias útiles para separar el grano de la paja. Los mejores centros de educación superior privada deben darles la bienvenida para despejar el campo y derrotar las preconcepciones surgidas desde el momento mismo en que se autorizó la creación de planteles privados.
Si el proyecto de ley recibe aprobación legislativa, las carreras del área de la Educación, Medicina e Ingeniería deberán demostrar su calidad ante el Sistema Nacional de Acreditación de la Educación Superior (Sinaes). La acreditación dejará, en estos casos, de ser voluntaria dado el especial interés público de las profesiones citadas. Las universidades contarán con siete años para cumplir los requisitos del Sinaes.
Como componente esencial de la calidad académica, los centros de estudio deberán certificar la infraestructura y equipamiento necesarios para una operación adecuada y a los profesores se les exigirá cumplir los requisitos mínimos. Los planes de estudio no podrán sobrepasar cinco años desde su última revisión y las instituciones deberán fomentar la investigación.
En la actualidad, las autoridades saben de universidades donde no hay laboratorios ni bibliotecas. En muchas abundan los profesores no autorizados, carentes de requisitos mínimos para enseñar las materias a su cargo. Hay casos de universidades instaladas en sitios completamente inadecuados.
El cumplimiento de los requisitos se hará imposible para las universidades de garaje, pero hay otras cuya infraestructura nada envidia a los centros de enseñanza superior estatales. Lo mismo puede decirse de los laboratorios, el profesorado y otros elementos indispensables para la formación profesional.
Un aspecto de capital importancia en el proyecto es la regulación de las tarifas. El pago debe estar en función de la calidad, y las propias autoridades reconocen la disparidad entre unos centros y otros. Una regulación inflexible corre el riesgo de premiar a los peores con ingresos por encima de los merecidos y castigar a los buenos con recursos insuficientes para justificar la inversión.
El elevado costo de la educación privada es otro de los prejuicios surgidos desde el nacimiento de estos centros educativos. Por increíble que parezca, se funda en la absurda idea de la gratuidad de la enseñanza superior pública. Las universidades públicas no son gratuitas ni tampoco baratas. Más aún, son carísimas para quienes no reciben sus beneficios, porque las pagamos todos independientemente del éxito o el fracaso en el examen de admisión o de la necesidad de acudir a ellas en procura de formación.
Nada de eso resta méritos a los centros de formación superior del Estado ni disminuye su contribución a la sociedad, pero es bueno recordarlo a la hora de valorar si una universidad privada es cara o barata, no sea que los prejuicios se adueñen de las decisiones legislativas.
Sobre todo, el Estado debe poner de su parte. Los responsables de la educación privada se quejan de la lentitud de los trámites. El Consejo Nacional de Enseñanza Superior Universitaria Privada (Conesup) tarda hasta dos años para autorizar una carrera y apenas actualiza el 2% de los planes de estudio por año. A ese ritmo, los nuevos requisitos contemplados por el proyecto de ley carecen de sentido.