La ministra de Trabajo, Sandra Piszk, no renuncia a la idea de reformar los mecanismos de compensación en el sector público. Sus razonamientos para defender el cambio son impecables. Las anualidades, como las establece la ley, no deberían ser un aumento salarial automático. Fueron creadas para estimular el mejor desempeño, pero eso exigiría una evaluación que el Estado no está en capacidad de hacer.
Como resultado, las anualidades se convierten en un beneficio automático y pierden su razón de ser. Se conceden por igual al buen funcionario y al de desempeño deficiente. El perjuicio es para la ciudadanía, no solo por el efecto del beneficio generalizado sobre las finanzas públicas, sino también por la calidad de los servicios recibidos.
El costarricense paga los excesos por partida triple: sus impuestos financian el beneficio, las tasas de interés y la inflación, producto del desequilibrio presupuestario, carcomen sus bolsillos, y las prestaciones recibidas a cambio son, con frecuencia, de baja calidad. Nadie en el aparato estatal teme perder por el mal desempeño y quienes hacen bien su trabajo solo encuentran aliciente en las recompensas morales.
Piszk atribuye el desatino a la confusión entre derechos adquiridos y expectativas de derecho. El derecho adquirido alcanza a las anualidades obtenidas en el pasado, pero las futuras son una mera expectativa de derecho, pendiente de una verdadera evaluación de la labor realizada.
La desnaturalización del beneficio se suma a su disparidad. El Gobierno Central paga anualidades del 1,9% a los profesionales y 2,5% a los no profesionales, cuyos salarios son más bajos. Sin embargo, en las instituciones descentralizadas se paga entre 5% y 5,5%, pero hay casos del 7%. Por eso, los aumentos salariales en el sector público siempre resultan mucho más altos que la cifra anunciada.
El Gobierno plantea una solución de indudable justicia: acercarse al 2,5% para todos los trabajadores del Estado, pero en ese punto choca con la aguerrida defensa de los privilegios concedidos hasta ahora. Los sindicatos ni siquiera esperaron a ver el proyecto para exteriorizar sus críticas y alguno prometió “la madre de todas las huelgas”.
Entre los preocupados hay servidores públicos mal informados, a quienes el cambio no afectaría e, incluso, muchos que experimentarían una importante mejora en su condición salarial, mientras superen los requerimientos de la correcta evaluación de su desempeño.
El planteamiento gubernamental tiene sentido desde todo punto de vista: hace justicia, no afecta a buena parte de los servidores de la Administración Pública adscritos al Gobierno Central, pone freno al más importante disparador del gasto público y devuelve a las anualidades el sentido de estímulo al trabajo bien ejecutado.
Los obstáculos interpuestos a la adopción de medidas tan sensatas llaman a meditar. El país está informado sobre los excesos y sus consecuencias. La inmensa mayoría de los ciudadanos no disfrutan privilegios similares y llevan a las espaldas la obligación de costearlos. ¿Por qué, entonces, la parálisis?
El problema se viene incubando desde hace décadas. Otro de sus componentes son los abusos incorporados a las convenciones colectivas, algunos de ellos tan excesivos que fueron eliminados por la Sala Constitucional. Como las anualidades, las convenciones colectivas también se convirtieron, con el paso del tiempo, en generadoras de beneficios automáticos y acumulativos. Las instituciones no ejercen el derecho de denunciarlas antes del vencimiento y se sientan a negociar, en condición de debilidad, exclusivamente sobre la creación de nuevos beneficios, a menudo sin considerar los costos.
En ausencia de denuncia, la convención anterior se convierte en el piso mínimo de las expectativas traídas a la mesa por los sindicatos y la Administración termina por ceder. Por eso, el proyecto gubernamental exige a los jerarcas ejercer el derecho a la denuncia y no negociar a partir de derechos vencidos. La ministra hace bien al señalar que la culpa la tenemos todos: los jerarcas, temerosos de defender el interés público, y los ciudadanos, indiferentes ante el abuso, aunque con frecuencia nos manifestemos indignados.