Hace 77 años se aprobó en Costa Rica el voto obligatorio como una forma de combatir el abstencionismo, y uno de los más importantes intelectuales de la época, Mario Sancho, advirtió que no había que confundir los síntomas con la enfermedad. Efectivamente, la renuncia al sufragio es un claro indicador de la calidad de la democracia y del sistema electoral, y debe servir de alerta sobre el deterioro de una de nuestras instituciones fundamentales.
Los comicios de febrero próximo se llevarán a cabo en un clima propicio para el abstencionismo, como ya lo advirtieron el propio Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), diversos analistas e, incluso, electores insatisfechos que se manifiestan en las redes sociales y los medios de comunicación y expresan su desafección hacia la utilidad del juego democrático.
Este descontento no es nuevo, pero en este caso se ve impulsado por factores coyunturales como la renuncia definitiva del Dr. Rodolfo Hernández a la candidatura del Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), el posible desplazamiento del Partido Acción Ciudadana (PAC) como segunda fuerza electoral y, de modo particular, por el descenso en el índice de confianza de la administración Chinchilla, que es el más bajo de las últimos gobiernos.
Sin embargo, las razones de peso del abstencionismo, que son múltiples, complejas y se manifiestan desde la década de 1990, son otras y conocidas por nuestra clase política. Bajo este contexto, no valen apelaciones retóricas al deber cívico ni promesas insustanciales, como se hizo en el pasado, sino acciones concretas y dirigidas a recuperar la confianza del votante que se ha alejado de las urnas y de los mecanismos de participación.
En 1998, cuando el abstencionismo brincó de un promedio de 19% a un 30%, el porcentaje de electores que le dio el triunfo al PUSC fue casi igual al de los no votantes. En las dos elecciones siguientes, estos últimos superaron a los que apoyaron al candidato ganador y, como dicen los expertos, se convirtieron en el partido más grande del país. El expresidente Óscar Arias Sánchez se reeligió con un 26,1% de los votantes convocados a las urnas, mientras que el abstencionismo alcanzó un 34,8%.
Si bien esta tendencia se revirtió parcialmente en el 2010, cuando descendió a un 31%, el abstencionismo, la desilusión con la política electoral y la percepción negativa hacia lo público llegaron para quedarse. Aunque, desde una perspectiva tradicional, la resistencia a ejercer el derecho al sufragio pueda verse como incultura cívica, hay que admitir que también es una forma de protestar para el ciudadano promedio.
Al contrario de lo que se piensa, el ciudadano ya no es un receptor pasivo de la propaganda, sino que es capaz de constatar el creciente desfase entre el discurso político y sus propias expectativas y esperanzas. Entrevistas recogidas por La Nac i ón , entre quienes declaran que no votarán en las próximas elecciones, revelan no solo el malestar evidente, sino la capacidad de una parte del electorado para referirse a la escasa movilidad del modelo económico, las inequidades del sistema electoral, el estancamiento de la política social o la dudosa eficacia de la acción pública, limitada por la burocracia, la corrupción o la ingobernabilidad.
Las opiniones se concentran en la imagen de un país que escucha promesas, acumula problemas y no encuentra soluciones. Esta perspectiva, cada vez más generalizada, puede ser injusta, pero constata una vez más la división del país en dos, uno de los “ganadores” de la nueva economía y otro de los “perdedores”, que no reclaman ayuda directa o bonos, sino generación de empleo, mejores oportunidades, acceso al crédito y un cambio generacional.
Esta indignación ciudadana no es meramente un problema de comunicación política o de percepción sino de realidades. Y basta con salir a la calle para constatarlo. Cada votante desilusionado es un abstencionista potencial y así deben entenderlo los candidatos actuales a cualquier puesto de elección popular.
Las próximas elecciones serán una encuesta sobre la credibilidad de nuestro sistema democrático.