La desconexión entre la realidad y las propuestas de algunos actores sociales quedó en evidencia esta semana cuando el Poder Ejecutivo presentó al Congreso el alarmante presupuesto del Gobierno Central para el año 2017 y, al mismo tiempo, la Asociación de Profesores de Segunda Enseñanza (APSE) protestó ante los diputados para exigirles archivar los proyectos de ley sobre empleo público.
El gasto que esos proyectos pretenden racionalizar explica, en buena parte, el paulatino endeudamiento del Estado. El pago de deudas y sus intereses son el rubro de mayor crecimiento en el presupuesto. Prácticamente equivale al costo de mantener otro gobierno, dice el Ministerio de Hacienda.
Alrededor del 33% del presupuesto se destinará a pagar las deudas contraídas, en gran medida, para cerrar la brecha entre ingresos y gastos. Para hacerlo sin seguir hipotecando al país, los primeros deben crecer y los segundos deben ser controlados. La APSE tiene razón cuando exige aprobar medidas contra el fraude fiscal y limitar las exoneraciones tributarias, pero no cuando se niega a ordenar el empleo público.
También es necesario, como ha venido insistiendo el gobierno, aumentar los ingresos fiscales, pero eso de nada servirá si no se toman medidas para controlar significativamente el gasto, especialmente los llamados “disparadores”, cuyo crecimiento automático es capaz de anular, con el tiempo, todo aumento de ingresos.
Ignorar estas realidades es trasladarse a un universo paralelo, donde el equilibrio fiscal depende, exclusivamente, de aumentar los impuestos y cobrarlos puntualmente, sin excepción. En ese mundo irreal, los privilegios concedidos a una parte de los empleados públicos justifican el aumento de la carga tributaria y los gastos son perfectamente sostenibles con solo combatir la evasión fiscal.
El gobierno tiene una grave responsabilidad en la creación de ese universo paralelo. Su discurso se ha centrado en la generación de ingresos, con poca preocupación por el gasto, sus promesas de satisfacer las demandas de diversos sectores apenas se aprueben los nuevos impuestos han sido constantes, tanto como su insistencia en la disponibilidad de recursos equivalentes a un 8% del producto interno bruto (PIB), si tan solo se le pusiera fin a la evasión y la elusión.
Ese 8% cerraría de golpe el déficit fiscal y sobraría dinero para amortizar la deuda. El problema es que el cálculo se basa en una recaudación potencial probablemente sobreestimada, mezcla la elusión (empleo de mecanismos legales para disminuir el pago de impuestos) con la evasión (ilícita omisión de pago) y supone la capacidad de cobrar la totalidad, cosa que ninguna administración tributaria ha logrado.
Hay dinero por recuperar entre los evasores y vale la pena revisar los portillos abiertos a la elusión para decidir cuáles deben cerrarse mediante acción legislativa, pero ninguna de esas medidas conducirá a El Dorado, la mítica ciudad cuyo descubrimiento motivó audaces aventuras de los conquistadores.
El equilibrio tampoco se logrará si al combate de la evasión y el cierre de portillos a la elusión se les suma el aumento de impuestos propuesto por el gobierno. El país debe trabajar en todos esos frentes, pero no puede omitir el control de las erogaciones. Es preciso hacer conciencia de ello en lugar de difundir mitos que nos distancian peligrosamente de una realidad cada vez más amenazadora y apremiante. La deuda ya creció del 25% del PIB en el 2008 a casi la mitad del PIB en el 2016. Exige la tercera parte de un presupuesto cuyos números no permiten soñar siquiera con el desarrollo de infraestructura y otras inversiones necesarias para aumentar la competitividad y la calidad de vida. El futuro será mucho peor si no comenzamos a hablar en serio.