Durante diez meses, el Ministerio Público y el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) rastrearon llamadas de periodistas del Diario Extra para identificar a las fuentes de informaciones publicadas sobre un secuestro. No hubo consideración alguna para la seguridad de los informadores y sus fuentes, mucho menos para la integridad de la libertad de información.
Ahora, resulta que dos altos jefes policiales, Francisco Segura, director del OIJ, y Alan Solano, director de la Policía de Control de Drogas (PCD), sufrieron el mismo tratamiento y les parece inadmisible. La gansa y el ganso, al parecer, son dos animales totalmente distintos.
Los altos jerarcas policiales señalan, con razón, el peligro para sus informantes y su propia seguridad. Los periodistas no están libres de riesgos y, mucho menos, sus fuentes. En su caso, es imposible dejar de considerar, además, la amenaza para la libertad de expresión.
Pero lo más llamativo del seguimiento a las llamadas de los policías es la banalidad del objetivo. Ni siquiera se trata de una investigación por sospechas de participación en un ilícito, sino de una simple auditoría para saber por qué gastan tanto en teléfono. Siendo esa la finalidad, no les rastrearon las llamadas entrantes, como sí lo hicieron con los periodistas.
Los dos incidentes –decida el lector cuál es el más grave–ponen sobre el tapete la seguridad y privacidad de las comunicaciones telefónicas, una garantía fundamental en el Estado de derecho. No hubo intervención propiamente dicha. Las escuchas telefónicas solo pueden ser autorizadas por un juez, previa constatación de indicios que la ameriten. Pero saber a quién llama una persona y quién la llama de vuelta es en sí mismo un dato perteneciente a la esfera privada y puede, como en estos casos, comprometer la función del propietario del teléfono, sea periodista o policía, así como su seguridad personal y la de terceros.
En conjunto, los casos demuestran una actitud casi festiva frente a la necesidad de proteger valores tan importantes. El rastreo se vale para identificar la fuente de un periodista o para controlar el empleo del teléfono por un jefe policial. Lo mismo se hace cuando media la libertad de prensa o la sospecha de un uso abusivo de los recursos estatales. Los interesados en la información pueden ser el Ministerio Público y el OIJ, o la auditoría del Instituto de Control de Drogas. Los investigadores en un caso pueden ser los investigados en el siguiente.
Queda demostrada, también, la urgente necesidad de poner orden en la materia, con seria consideración de las libertades ciudadanas y las disposiciones aplicables del derecho internacional. La libertad de expresión, como derecho humano fundamental, va más allá del derecho a recibir y difundir informaciones, ideas y opiniones. Incluye el de investigarlas, pero eso solo es posible si al informador se le reconoce el derecho a mantener reserva sobre sus fuentes. Para no poner las fuentes en riesgo, la mejor doctrina jurídica, que es también la dominante, extiende la protección a los “apuntes y archivos personales y profesionales”, como está establecido en el artículo octavo de la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Considerando los valores en juego, el motivo esgrimido para justificar la revisión de las llamadas de los altos jefes policiales parece banal. Si había dudas de un exceso en el uso del teléfono, se les debió llamar la atención sobre la necesidad de mesura. En el caso de los periodistas, la motivación no puede ser calificada de la misma forma. Nada hay de banal en el propósito de descubrir sus fuentes.
Así se explican las inmediatas reacciones de la Sociedad Interamericana de Prensa y el Comité para la Protección de Periodistas, entre otras importantes organizaciones defensoras de la libertad de expresión. Las autoridades deben reaccionar con la misma prontitud para poner a salvo el buen nombre de Costa Rica y la integridad de las libertades democráticas.