La Sala Constitucional descarriló la disparatada sanción impuesta por el Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer) a su jefe de talleres por haberse atrevido a conversar con la prensa sobre deficiencias en el mantenimiento de los trenes Apolo operados por la empresa estatal.
En abril, Javier Moreira Cajina fue suspendido por cinco días sin goce de salario por dar declaraciones a Noticias Repretel sobre la falta de repuestos para los trenes y las medidas de urgencia adoptadas para mantenerlos en operación, como el “reciclaje” de piezas o su búsqueda entre la chatarra. La sanción nunca quedó en firme y los días no fueron rebajados, pero ahora la Sala IV la dejó sin base alguna.
Los magistrados asentaron la incompatibilidad entre la sanción pretendida y la libertad de expresión de Moreira. El jefe de talleres emitió su opinión sobre la situación del mantenimiento a su cargo y el futuro de los trenes. También criticó la pasividad de la administración. Esas manifestaciones están protegidas por las garantías constitucionales no obstante la relación laboral de Moreira con la entidad pública criticada.
El fallo de la Sala es impecable, pero debe poner al país a pensar sobre la necesidad de brindar especial protección a los funcionarios con conocimiento de anomalías cuya divulgación sirva al interés público, enriquezca la discusión de los problemas nacionales y contribuya a darles solución.
El interés público no es la curiosidad del público, cuya satisfacción es de menos importancia. Se trata de asuntos que afecten los intereses de la sociedad, como los revelados por Moreira. El interés de todos en el correcto funcionamiento de los trenes utilizados a diario por decenas de miles de personas es innegable.
En el caso concreto, Moreira expresó públicamente conceptos incorporados a un informe rendido por él a la Junta Directiva de Incofer siete meses antes. Ese documento, dijo la Sala IV, ya revestía un carácter público. Sin embargo, el tema tenía esa condición antes de plasmarse en el informe. Si Moreira no hubiera redactado el documento y no hubieran transcurrido los siete meses entre la entrega del informe y las declaraciones públicas, la revelación de las anomalías habría estado, de todas formas, ampliamente justificada.
No hay forma de concluir que el público carecía del derecho a conocer detalles del funcionamiento del Incofer, capaces de poner en riesgo la regularidad del servicio e incluso su seguridad. Es una pena, por ejemplo, que las “fallas en los métodos de control y manejo de los trenes” admitidas por el Incofer luego del choque frontal de dos máquinas en Mata Redonda, con saldo de 106 heridos, no fueran sometidas de previo a la discusión pública.
También es importante saber, como consta en el informe del jefe de talleres, que en enero del 2014 los trece equipos operados por el Incofer trabajaron el 99% de los días pero, en junio del 2015, transcurrido apenas año y medio, solo pudieron funcionar el 68% de las jornadas. Esos datos no solo son de interés para los usuarios dependientes del servicio sino también para el desarrollo del debate nacional sobre el transporte público y el futuro de la red ferroviaria.
Muchos países han promulgado leyes para proteger a los “silbateros” ( whistleblowers ) que desde sus cargos en la administración pública llaman la atención de la sociedad a las irregularidades capaces de afectarla. Son países cuyos legisladores han preferido privilegiar el interés público ante las ventajas ofrecidas por el secretismo a la burocracia. El fallo de la Sala Constitucional en el caso del Incofer es un paso en la dirección correcta.