Cinco empleados de la Caja Costarricense de Seguro Social se repartieron ¢1.021 millones en prestaciones. El beneficio responde a una decisión de la Junta Directiva, adoptada en mayo del 2008, para elevar el tope de la cesantía de 12 a 20 años. De conformidad con el acuerdo, a partir de julio del 2008 el cálculo se haría con un tope de 14 años, en el 2009 subiría a 15 años y así, sucesivamente, hasta llegar a 20 en el 2014.
La Caja, tan versada en estudios actuariales, calculó el costo del nuevo beneficio, pero erró por amplio margen. Para el 2008, primer año de aplicación del acuerdo, el cálculo era de ¢3.446 millones, pero la institución terminó pagando ¢6.909 millones. El error es inexcusable, particularmente en una institución aseguradora donde la función actuarial es básica.
Sin embargo, en este caso, el descuido o la impericia no son lo más censurable. El yerro fundamental está en la voluntad demostrada por las juntas directivas de la Caja, y en particular la presidida por Eduardo Doryan, de aplacar a los sindicatos a costa de la estabilidad financiera de la institución. Los sindicatos exigieron la ampliación del tope, bajo amenaza de huelga, con el argumento de hacer “justicia salarial y laboral”. ¿Justicia en relación con quién?
La inmensa mayoría de trabajadores costarricenses cobra cesantía con un límite de ocho años, pero los empleados de la Caja ya gozaban de un tope de 12 cuando la Directiva decidió concederles ocho más. Si el cálculo actuarial hubiese sido preciso y el aumento del tope “solo” hubiese costado los miles de millones proyectados, el privilegio no habría sido menos injusto. Era injusto cuando consistía en la posibilidad de cobrar cuatro años más y monstruoso cuando se amplió en ocho años adicionales.
El común de los mortales –que cobra la cesantía con un tope de ocho años y recibe el equivalente de un 60% del salario como subsidio de incapacidad, no el 100% como los empleados de la Caja– depende de la solidez financiera de la institución para recibir indispensables servicios de salud. No hay justicia en la concesión de privilegios a los empleados de la Caja a costa de esas finanzas; es decir, a costa de los servicios de salud ofrecidos a la población. No hay, desde luego, justicia, en la repartición de ¢1.021 millones entre cinco funcionarios por concepto de prestaciones.
Las exageradas concesiones a los sindicatos no son asunto de justicia, sino de temor y demagogia. Así se explican, también, los 11 años de demora en la aplicación de la resolución de la Procuraduría General de la República, de conformidad con la cual los subsidios por incapacidad no pueden ser considerados salario y, en consecuencia, tampoco pueden ser utilizados para calcular aguinaldo, salario escolar, pensiones y prestaciones.
Las incapacidades en la Caja disminuyeron en un 40%, de un mes para otro, apenas la Junta Directiva resolvió aplicar la resolución emitida desde el año 2000. La súbita “mejoría” en la salud de los empleados del Seguro Social demuestra el enorme abuso habido hasta la fecha, de nuevo a costa de las finanzas institucionales. Según la Caja, en el segundo semestre de este año habrá un ahorro de ¢21.000 millones solo en el pago del subsidio, sin considerar las economías por motivos conexos, como la sustitución del personal incapacitado y el pago de horas extras.
La Junta Directiva presidida por don Eduardo Doryan no aplicó el dictamen de la Procuraduría cuando debió hacerlo. Además, amplió a 20 años el tope de la cesantía aunque los empleados de la Caja ya tenían un régimen de privilegio. Como si fuera poco, hizo la ampliación del beneficio con base en un cálculo actuarial groseramente impreciso. La misma Directiva permitió un aumento del 88% en el gasto en salarios entre el 2005 y el 2010, atizado por la creación de 10.956 nuevas plazas. Hay otros yerros y omisiones, pero los mencionados bastan para sacar conclusiones. Esta obra de una sola Junta Directiva contribuye en mucho a explicar la crisis de la institución y señala el camino a su redención.