La inversión en infraestructura brilla por su ausencia en el presupuesto del 2018 y la directora del despacho encargado de darle forma al plan de gastos advierte de una afectación a los servicios por el recorte de gastos en el Gobierno Central. Eso no impedirá un déficit fiscal del 7 % y el crecimiento de la deuda al 53 % del producto interno bruto el año entrante.
El presupuesto es para la próxima administración, porque la actual solo lo padecerá durante cuatro meses. Sobre todo, es un presupuesto hecho para respetar el compromiso del gobierno con los sectores beneficiados por los excesos en el gasto público. Las transferencias están a salvo y también las ventajas concedidas a grupos organizados del aparato estatal.
Los sacrificios del nuevo presupuesto, además de ser apenas relevantes para la actual administración, porque se constituyen en herencia de la próxima, implican la renuncia definitiva a la reforma estructural exigida a gritos por las finanzas públicas. Los vencedores en las próximas elecciones jurarán sus cargos a la puerta de una crisis fiscal agravada.
El gobierno actual no pagará un centavo de capital político para ordenar el empleo público y controlar el río de recursos dedicado a satisfacerlo. Tampoco se enfrentará con las universidades, dueñas de recursos suficientes para mantener sus excesos un tiempo más. Las sumas destinadas a la compensación de funcionarios públicos habrán crecido un 34 % a lo largo de la gestión. Además, la administración se dará por satisfecha con los limitadísimos cambios hechos a los regímenes de pensiones con cargo al presupuesto nacional y presionará a los diputados para conseguir la aprobación de empréstitos en cantidad suficiente para financiar su salida de Zapote sin mayores sobresaltos.
Las consecuencias de corregir los problemas estructurales recaerán sobre los futuros gobernantes, no importa cuál sea su afiliación política. La posposición de la crisis habrá operado con éxito y el actual gobierno se marchará a casa con la esperanza de que su contribución no se note cuando la población sienta el efecto de los desequilibrios. Ojalá no ocurra porque la política no es buena si no sienta responsabilidades.
La responsabilidad está documentada y es grande. Comienza con el descarrilamiento del Plan de Solidaridad Tributaria planteado por la anterior administración, que habría sido un legado totalmente distinto al del gobierno actual. Sigue con la minimización de la importancia del problema fiscal y la aprobación de presupuestos desorbitados, con abundantes confites para el sector privilegiado del empleo público y las universidades. Culmina con el enésimo fracaso de los planes de ajuste tributario, porque la oposición no está dispuesta a aprobarlos sin tocar el empleo público y otros disparadores del gasto.
Todo menos eso, parece ser el lema del gobierno. Prefiere, antes de enfrentar los costos de poner orden, restringir el gasto en infraestructura y en instituciones de valor estratégico, como el Ministerio de Comercio Exterior. En cualquier caso, los futuros gobernantes deberán enfrentar esos problemas.
La administración Solís tuvo suerte y la malgastó. Desperdició los bajos precios de los hidrocarburos, las tasas de interés por los suelos y el flujo de capital extranjero. El país quedó muy mal preparado para enfrentar el predecible deterioro de esas condiciones en el mercado internacional.
El resultado neto de la gestión es un déficit creciente, tanto como el endeudamiento. El mérito es administrar las fallas de las finanzas públicas para impedirles reventar antes del próximo primero de mayo. Eso, desde luego, no es suficiente.