La calificadora de riesgo Moody’s cambió la perspectiva de los bonos del Gobierno costarricense de estable a negativa. El cambio nos pone a las puertas de una recalificación de la deuda, actualmente merecedora de un modesto Ba1. Si las calificadoras dieran ese paso, el crédito del país se encarecería.
El impacto de la recalificación sería grave. La deuda ya alcanza el 47% del producto interno bruto, cuando en el 2008 era apenas el 25%. La cifra se duplicó en poco más de siete años y seguirá el mismo camino, a ritmo acelerado, si no encontramos una solución para el déficit fiscal.
El crédito ya se hace escaso y las esperanzas de encontrar un mecenas en China se esfumaron. Hemos intentado escapar a la realidad, pero el ejercicio es inútil. La realidad nos está alcanzando y ya ni se escuchan las voces demagógicas de quienes llamaban a menospreciar los criterios de las calificadoras neoyorquinas con arrebatos nacionalistas.
El ministro de Hacienda, Helio Fallas, dice no estar sorprendido por el cambio de la perspectiva. Desde el inicio de la administración –afirma– mencionaron la necesidad de adoptar medidas correctivas. No es del todo cierto. Al inicio de la administración se habló de un “déficit manejable”, no obstante la lluvia de advertencias mejor informadas.
Al principio, la administración concedió aumentos salariales desmesurados, se congració con las universidades y pretendió prescindir de nuevos impuestos al menos durante dos años, mientras le demostraba al país cómo se gasta de manera eficiente. Esa última parte del programa se cumplió a medias. No hay cambio en la calidad del gasto, pero tampoco nuevos impuestos, muy a pesar del gobierno y de las finanzas nacionales, tan mal valoradas por las calificadoras de riesgo.
Ahora, el gobierno anuncia “miseria y desasosiego” en el 2018 si el país no encuentra una solución para el déficit fiscal. La alarma está plenamente justificada. Ese año habrá traspaso de poderes, pero la contribución de la administración Solís a la crisis no será olvidada. Hay una enorme responsabilidad histórica y es importante dejarla asentada.
Sin embargo, el gobierno todavía está a tiempo de enderezar el camino. Ya se estrelló contra la realidad y del encontronazo sacó las conclusiones apropiadas. El déficit no es manejable, la deuda comienza a ser asfixiante y el tiempo apremia. Es hora de encontrar las soluciones en franco diálogo con la oposición legislativa y otros sectores.
El cambio de diagnóstico es bienvenido, pero contrasta con el inmovilismo del pensamiento sobre las soluciones. Insiste el gobierno en una sola vía: el aumento de impuestos. Es una medida necesaria, pero nada resuelve por sí sola. Si la carga tributaria aumentara en un 3% del producto interno bruto (más de lo pretendido por las propuestas de la administración) los disparadores del gasto, salarios, transferencias y pensiones, darían cuenta de los nuevos ingresos a corto plazo, sobre todo si la administración, animada por la disponibilidad de recursos, se siente en libertad de mantener sus conocidas políticas de gasto.
Muy pronto llegaremos al mismo punto, después de ensanchar considerablemente los límites de la frontera tributaria, y la discusión de otro plan fiscal será inevitable, solo para conseguir idénticos resultados. En algún momento se agotará el margen y el desplome será inevitable. Los diputados habrán financiado los últimos dos años de la administración Solís, y dejarán el problema intacto para sus sucesores.
El gobierno debe comenzar a hablar con sinceridad y valentía sobre el segundo componente de la única solución posible: la reducción del gasto estatal, la eliminación de privilegios y el aumento de la eficiencia de la ejecución presupuestaria. Poco contribuye a ese fin la renegociación de una convención colectiva aquí y otra allá, y mucho menos la visita al Congreso de la ministra de Planificación para presentar un diagnóstico a los diputados a ver si hacen algo. Es hora de hablar en serio y en concreto, ojalá con la firmeza necesaria para restablecer la confianza deteriorada.