La Ley de Protección al Trabajador, aprobada en el 2000, no contiene regalías. Sus beneficios no van más allá de remediar la ausencia de una jubilación apropiada, como la que alguna vez se les prometió a los afiliados al Régimen de Invalidez, Vejez y Muerte (IVM) de la Caja Costarricense de Seguro Social.
Cuando los legisladores aprobaron la ley, los beneficios del IVM eran de un 60% del salario de referencia. El expresidente Miguel Ángel Rodríguez previó la imposibilidad de mantener ese nivel de beneficios en el futuro. Por eso, ideó la forma de complementar las pensiones del IVM, cuyo deterioro parecía seguro.
La visión quedó comprobada a partir del 2005, cuando la CCSS rebajó los beneficios a niveles de entre el 43% y el 52,5% del salario de referencia. La probabilidad de nuevos ajustes en el futuro cercano es altísima. No hay duda del carácter visionario de la propuesta del expresidente Rodríguez.
En suma, el Estado informó a los trabajadores de la imposibilidad de pensionarlos con los niveles de ingreso propios del 2000 y les planteó la posibilidad de ayudarse a sí mismos construyendo una pensión complementaria, parte de ella obligatoria y parte voluntaria. Para hacer atractivo el ahorro con miras a la pensión voluntaria, ofreció eximir hasta el 10% del salario del pago de impuesto sobre la renta mientras sea destinado a engrosar el fondo de jubilación.
El estímulo puede entenderse de dos maneras: como una indemnización del Estado por incumplir la promesa de la jubilación digna o como una inversión para reducir, en lo sucesivo, los problemas de la vejez desvalida en un país donde la proporción de adultos mayores es cada vez más grande.
No importa como se vea, el primer beneficiario de la Ley de Protección al Trabajador es el Estado, que traslada a las personas que se jubilarían parte de la responsabilidad de asegurar la existencia de fondos suficientes para enfrentar el retiro. Muchos de esos futuros pensionados se hacen parcialmente responsables, también, de la jubilación de los menos afortunados, pues cotizan para pensiones superiores al límite máximo establecido por la Caja.
La diferencia entre lo cotizado y la pensión máxima es, en realidad, un impuesto cuya justificación es el deber de solidaridad social. Es un buen principio, desgraciadamente aplicado con vergonzosa selectividad, porque los pensionados de regímenes especiales parecen estar exentos del deber de solidaridad y sus pensiones llegan a ser hasta nueve o diez veces mayores que el máximo pagado por la Caja.
En estos casos, la solidaridad opera al revés y todos los trabajadores se responsabilizan de pagar las pensiones de lujo, cuyos beneficiarios no cotizan lo suficiente. El Estado destina una parte de los impuestos a complementarlas, es decir, las pagamos todos, incluidos quienes ya aportan de más para subsidiar la jubilación de las personas necesitadas, sin esperanza de cobrar las sumas a las cuales tendrían derecho si no hubiera tope a las pensiones de la Caja.
En esas circunstancias, ¿es demasiado pedir que el Estado respete la integridad de los fondos acumulados individualmente, cada cual valiéndose por sí mismo y sin más ventaja que la exención del 10% del salario aportado al régimen de pensiones voluntarias? Si la Ley de Protección al Trabajador tuvo la explícita intención de estimular el ahorro para compensar el deterioro de los beneficios otorgados por otros regímenes de pensiones, en especial el de IVM, ¿no debería el Estado abstenerse de hundir sus manos en esos fondos?
En la administración pasada, el Ministerio de Hacienda se fijó en una ley aprobada mucho antes que la de Protección al Trabajador para limitar las altas jubilaciones a cargo del Estado, y las gravó con el impuesto sobre la renta. La ley creadora de las pensiones complementarias no estableció explícitamente la exención del impuesto sobre la renta, pero sus impulsores han insistido hasta la saciedad que esa era su intención y así se practicó a lo largo de una década. Desafortunadamente, no advirtieron la existencia de la ley anterior, cuyos propósitos eran totalmente distintos y la administración tributaria aprovechó la omisión para gravar las pensiones complementarias. Un fallo del Tribunal Fiscal Administrativo corrigió, parcialmente, la injusticia, pero el gobierno elevó el caso al Juzgado Contencioso Administrativo, donde sigue en litigio.
Ahora, la propuesta tributaria de la administración Solís pretende, correcta y explícitamente, eximir las pensiones complementarias del impuesto sobre la renta, pero elimina la exención a los aportes, salvo la parte correspondiente a cargas sociales. En otras palabras, reduce significativamente el incentivo, que es apenas una migaja de lo que el Estado no le podrá conceder al trabajador en el futuro y una fracción del costo del problema social que se avecina para la vejez desvalida.
Para conservar el incentivo y, a la vez, corregir la injusticia de la administración pasada, basta aprobar el proyecto de interpretación auténtica del exdiputado Wálter Céspedes, consistente en un solo artículo, el 71 bis de la Ley de Protección al Trabajador: “Las prestaciones o beneficios derivados del Régimen Obligatorio y Voluntario de Pensiones Complementarias previstos en esta ley estarán exentos de toda clase de tributos, ya sean impuestos, tasas, contribuciones u otros”.
Si el Estado necesita recursos, entre los últimos lugares donde debe buscarlos están los bolsillos de los pensionados, sobre todo en los de quienes carecen de privilegios que el propio Estado reparte sin sentido de justicia ni de responsabilidad.