El pasado 11 de abril, el papa Francisco escogió la Oficina Internacional Católica de la Infancia para realizar la condena más enérgica contra los abusos sexuales que han sufrido niños y niñas en manos de sacerdotes, y pidió perdón a las víctimas. Aun cuando el Pontífice se ha caracterizado durante su primer año por un estilo directo y desenfadado, que captura de inmediato la atención del mundo, estas palabras no deben pasar inadvertidas y renuevan la esperanza de que la nueva política contra la pederastia, lanzada por el Vaticano, no quede en buenas intenciones y golpes de pecho.
Francisco no solo pide perdón, en un gesto que lo enaltece, sino que asume la responsabilidad como máximo jerarca de la Iglesia católica: “Me siento llamado a hacerme cargo de todo el mal que algunos sacerdotes… han causado”. Por encima del compromiso moral que expresa, que es relevante, viniendo del Papa, lo más significativo es que admite sin tapujos que “son bastantes, bastantes en número, aunque no en proporción con la totalidad”, y que perpetraron sus crímenes bajo el amparo que les confería su investidura religiosa.
Como declaró la irlandesa Marie Collins en el 2012, frente a 110 representantes de conferencias episcopales y 30 superiores eclesiásticos convocados por Benedicto XVI: “Los dedos que abusaban de mi cuerpo en la noche eran los mismos que me ofrecían la sagrada hostia a la mañana siguiente”.
Aunque reaccionó muy tardíamente, el Pontífice anterior calificó esta tragedia como “la vergüenza de la Iglesia” y, en el 2010, envió una carta pastoral a Irlanda pidiendo perdón por primera vez. Fue en ese país donde estalló el escándalo y se conoció la auténtica dimensión de los abusos cuando se determinó que se habían producido 35.000 casos en 70 años.
Francisco tiene claro que fue elegido para la difícil tarea de limpiar el sacerdocio de cualquier sospecha, y que debe pasar del perdón a la justicia. En diciembre pasado, el Pontífice instituyó una comisión para luchar contra las agresiones sexuales, que tiene como principales objetivos la precisión del estado de la situación actual, la puesta en marcha de un mecanismo internacional de detección y denuncia, y la redacción de un manual de protección para niños.
La composición de este equipo es, en sí misma, una buena noticia porque parece indicar que los aires de modernidad están llegando al Vaticano. Está formado paritariamente –por hombres y mujeres– y el Papa integró en su seno a Marie Collins, agredida a los 13 años y quien es vocera del movimiento de las víctimas en Irlanda.
Muchos católicos irlandeses se sintieron decepcionados con la renuncia de Benedicto XVI y su reticencia a suspender a los obispos que habían encubierto a los curas involucrados. Antes de ser electo el nuevo Papa, Collins fue muy crítica con esta postura y declaró que, hasta entonces, la Iglesia trasladaba a otra parroquia o congregación a los abusadores, sin sancionarlos: “Al encubrirlos, extendieron la pederastia por el país. El obispo que protege a un pederasta es aún peor que este. Quien abusa de un niño puede ser un enfermo, pero, si su superior lo sabe, no debe dejarlo en libertad. Si tienes un perro rabioso, lo encierras”.
Desde su llegada al Vaticano, el Pontífice argentino ha enviado un mensaje diferente a las autoridades religiosas. Ha insistido en que la pederastia es un crimen y, por lo tanto, los agresores deben ser conducidos ante la justicia civil y no protegidos bajo las sotanas.
La Iglesia vive una de sus horas más dramáticas y en ocasiones se siente perseguida, sobre todo después del informe de la Comisión sobre los Derechos del Niño, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), presentado en febrero. Este es el documento más exhaustivo, directo e incriminatorio respecto a la responsabilidad de la jerarquía católica en el encubrimiento, movilidad e impunidad de los agresores.
Aunque la reacción del Vaticano ante el reporte fue negativa, el papa Francisco sabe que tiene en sus manos la responsabilidad de lavarle la cara a la Iglesia y parece dispuesto a dar la batalla.