La noticia no podía ser más decepcionante: los gastos en inversión pública se estancaron en los dos últimos años, y las perspectivas para el actual y próximo año tampoco son halagüeñas, según reportamos en nuestra edición del pasado 16 de octubre. De persistir esta tendencia, el crecimiento de la producción y productividad del país se verá seriamente comprometido.
Para comprender bien los alcances de lo dicho es necesario recordar la diferencia entre los gastos de consumo y los de inversión, y el papel que desempeña la inversión pública en el desarrollo económico. De acuerdo con las nociones convencionales, los gastos de consumo son los destinados a la adquisición de bienes y servicios consumidos durante el período fiscal correspondiente. En cambio, los gastos de inversión representan adiciones duraderas al capital de las empresas e instituciones y, por tanto, aumentan la producción y productividad futuras.
Las erogaciones en sueldos y salarios, papelería y viajes al exterior son, por definición, gastos de consumo, mientras que la construcción de carreteras, plantas, escuelas y hospitales son adiciones al acervo productivo del Estado y sus instituciones, y permiten prestar mayores y mejores servicios en el futuro. Hay, desde luego, conexiones visibles entre la inversión pública y privada. La primera puede ayudar a mejorar la producción y productividad de la empresa privada, siendo el caso típico la construcción de una nueva carretera, puentes o vías de acceso para habilitar la producción de nuevas fincas o plantaciones.
Existe, además, la discusión de si los gastos en educación son consumo o inversión, siendo lo cierto que una mayor y mejor educación tendrá un beneficio directo en el capital humano. Y, aunque no se contabilicen como inversión, las mayores erogaciones en educación aumentan la productividad de la mano de obra costarricense. Por esa razón, junto a los gastos típicos de infraestructura, los de educación formal y especializada, como el INA y colegios vocacionales, deberían tener prioridad, pensando siempre en capacitar o reestrenar a la fuerza laboral para satisfacer las demandas cambiantes del mercado.
En este contexto, el problema no es reconocer la prioridad de los gastos de inversión (definidos en forma amplia) sobre el consumo, sino cómo financiarlos. En los dos últimos años, la inversión pública total ha representado el equivalente al 6,2% del producto interno bruto (PIB). Y, aunque se ha estancado en términos porcentuales, ha continuado creciendo en términos nominales y la suma total no es nada despreciable. Eso exige dos comentarios: primero, el monto nominal y porcentual resulta insuficiente para satisfacer las necesidades de infraestructura y, segundo, es necesario revisar concienzudamente la efectividad de cada una de las erogaciones mediante rigurosos estudios de costo-beneficio. El fin debe ser asignar los escasos recursos públicos de la manera más eficiente posible. Pero un repaso a nuestras páginas informativas de las últimas décadas demuestra que no siempre ha sido así.
De la inversión pública total, las empresas estatales realizan los mayores aportes. El ICE, por ejemplo, destaca por sus inversiones hidroeléctricas en San Marcos de Tarrazú (Pirrís) y otras de semejante envergadura. El Gobierno Central le sigue en importancia, con un 1,5% de inversión en términos del PIB y, luego, las instituciones descentralizadas como la CCSS y las universidades, con un 1% del PIB. Las municipalidades, en cambio, invierten relativamente poco, con apenas un 0,3% del PIB, a pesar de los incrementos en sus ingresos por ajustes en la valoración de los bienes inmuebles.
El financiamiento de la inversión pública es complejo. Instituciones como el ICE y AyA financian sus obras de infraestructura con cargo a las tarifas. Eso encarece el valor de sus servicios y presenta, además, el problema de distribuir equitativamente los costos entre los usuarios. Hay subsidios e impuestos cruzados entre distintas categorías de consumidores que se deberían resolver, y conviene revisar la estructura productiva para asignar una mayor participación al sector privado en la generación de servicios. La presión de sectores opuestos a figuras como la cogeneración privada ha generado efectos inconvenientes.
En el caso de las municipalidades, el problema pareciera deberse, más bien, a la desproporción entre gastos corrientes (sueldos y salarios) y las inversiones de capital. Ese aspecto también se debe resolver.
Sin embargo, el mayor problema del financiamiento de la infraestructura está en el Gobierno Central. Sin una reforma fiscal y tributaria comprensiva, aprobada por todos los partidos políticos, no se podrán obtener fuentes sanas para financiar las urgentes necesidades del país.
En ese sentido, las ideas avanzadas por el ministro de Hacienda, Edgar Ayales, la semana pasada, constituyen una buena base de discusión. Él estima que, en total, se podría reducir el déficit fiscal del Gobierno en el equivalente a un 3,5% del PIB. Eso permitiría, entre otras cosas, reducir más las tasas de interés y la inflación. Pero no aclara si, en el rebalanceo de gastos e inversiones, habrá espacio para mejorar e incrementar las inversiones.