La práctica de agredir al prójimo para protestar o exigir concesiones al Gobierno debe ser desterrada. El cierre de vías es una medida de fuerza ejecutada para infligir a los demás el sufrimiento requerido para obligar a la Administración Pública a conceder cuanto se le reclama. Las víctimas, los agredidos, son personas inocentes, obligadas a sufragar el precio de la arbitrariedad. Son una modalidad del rehén, y, solo si la Administración paga el rescate, cesa su sufrimiento.
La medida de fuerza se aplica tanto a la defensa de algún interés social o comunal como a la exigencia de reivindicaciones gremiales y reclamos de grupos reducidos, con estrechísimos intereses por satisfacer. Los taxistas aplican el “tortuguismo” contra los porteadores; los porteadores entorpecen la circulación para derrotar las pretensiones de los taxistas y, no importa cuál bando tome el Estado, los demás sufren las consecuencias. Cualquier grupo de vecinos cierra una calle para exigir la destitución del director de la escuela local o la construcción de un puente.
El miércoles, los vendedores de autos usados decidieron dictar política tributaria y, para hacerlo, cerraron el paso por una de las principales carreteras del país, la Interamericana Norte. Exigen alivianar las cargas tributarias impuestas a su mercancía. Mientras el Ministerio de Hacienda no ceda, los ciudadanos pagarán el precio.
La Policía actuó en defensa del derecho de los ciudadanos, como siempre debería hacerlo. Desalojó de la vía los vehículos estacionados para bloquearla, pero no pudo hacerlo sin causarles algunos daños. Los propietarios protestaron por semejante “violación” de sus derechos. Describían, con indignación y lamentos, la ruptura de un vidrio o el desprendimiento de un espejo. Solo pretendían, dijeron, un reconocimiento de su derecho a trabajar.
En la larga fila de vehículos imposibilitados de pasar había un hombre nervioso, preocupado por la salud del ganado que mugía a bordo del camión a su cargo. La asfixia de una sola res bajo el sol incandescente de la mañana le habría causado un daño muy superior a la ruptura de un vidrio, con el agravante de no haber hecho nada para provocar la pérdida.
Más atrás, el desesperado conductor de un vehículo mezclador de concreto se mostraba atribulado. Si no llegaba a tiempo al sitio donde debía verter su carga, los trabajadores necesarios ya no estarían en sus puestos y la mezcla se perdería. Unos cientos de metros atrás, venía su compañero en idénticas circunstancias.
Cantidad de furgones y vehículos de carga no conseguirían llegar a tiempo a sus destinos. La presión del tiempo y la incertidumbre sobre el levantamiento del bloqueo obligó a otro conductor a tomar una ruta alterna, que le añadiría horas a su pesada labor de transportista.
El incremento en los costos, las pérdidas, la insatisfacción de los clientes y el cansancio de los conductores son, simplemente, el precio a pagar por su fortuita condición de rehenes. Los manifestantes no reconocieron a esos choferes su derecho a trabajar ni mostraron sensibilidad alguna hacia sus pérdidas. Negaban a los demás lo que exigían para sí mismos sin que nadie se lo hubiera negado. La carga tributaria impuesta a los vehículos usados no equivale a la prohibición de venderlos.
En la fila, desde luego, había particulares con menos urgencia de llegar a su destino, pero con el mismo derecho a transitar libremente por las carreteras del país, construidas con los impuestos por ellos y por todos pagados.
La ley establece los mecanismos necesarios para proteger a los individuos y a la sociedad de arbitrariedades como las perpetradas el miércoles por los comerciantes de autos usados.
La Sala Constitucional también tiene bien establecida la diferencia entre la incidental interrupción del tránsito para ejercer el derecho a la manifestación y el cierre de vías como objeto mismo del acto de protesta.
El Gobierno debe actuar en consecuencia.