A mediados de año, cuando la presidenta Laura Chinchilla estableció la Comisión de Notables para estudiar la forma de incrementar la gobernabilidad, esbozó algunos de los temas urgentes. Entre ellos no había sorpresas, pues los nudos gordianos de la administración pública han sido claramente identificados por reiteradas experiencias.
La mandataria habló de recuperar el lugar de las mayorías, restando a los grupos minoritarios oportunidades de impedirles manifestar su voluntad. La clara alusión al Reglamento Interno de la Asamblea Legislativa, en muchas oportunidades criticado por la mandataria, sentó el tono de las reformas pretendidas. Cuando menos, dio a entender el propósito de remediar problemas puntuales, no de reformar el régimen político, la integración de las instituciones o la definición de las relaciones fundamentales entre ellas.
En la misma tónica, los miembros de la Comisión señalaron la necesidad de reorientar el trabajo de la Contraloría General de la República hacia la fiscalización a posteriori para agilizar los procesos de contratación. Las consultas de constitucionalidad de los proyectos de ley y la limitación de la tendencia de la Sala Constitucional a invadir esferas de la administración también figuraban en el temario tentativo, aunque era de esperar alguna referencia al sistema de elección de diputados y a la calidad de la Asamblea Legislativa.
Nadie habló, por ejemplo, de aumentar la cantidad de legisladores. Solo después de instalada la comisión, se supo de discusiones centradas en cambios mucho más profundos y polémicos, como la posibilidad del voto de censura a los ministros con efectos vinculantes para el Ejecutivo.
El documento final recoge algunas de las inquietudes iniciales, pero es mucho más ambicioso y las sumerge en un mar de sugerencias, algunas de ellas impracticables por su complejidad o, simplemente, discutibles. Nada hay de malo en promover la discusión, pero vale preguntar si la función de la Comisión era estimular el debate.
Para complicar más las cosas, la Comisión no consiguió acuerdo sobre todas sus recomendaciones, y el documento refleja diversas perspectivas, sin conseguir constituirse en un plan de acción. El Gobierno tiene ante sí un menú de posibilidades y la tarea de escoger las esenciales y las practicables, no sin antes divorciarse de los planteamientos más polémicos para evitar confusiones y no estancarse en el debate de propuestas irrealizables.
Si el país llega a entender, por ejemplo, que la idea de aumentar el número de diputados y permitir su reelección inmediata es un planteamiento de la administración, las condiciones estarían dadas para una discusión paralizante, de la cual no se salvarían las sugerencias más concretas y, quizá, menos vistosas.
Los problemas surgen del método. Poner en manos de un grupo numeroso y diverso la responsabilidad de proponer soluciones a favor de la gobernabilidad, sin definir con rigor lo que se entiende como problema prioritario es abrir un espacio demasiado amplio, del cual es difícil esperar consecuencias prácticas.
Así, la Comisión produjo sugerencias de interés para resolver algunos problemas que atentan contra la gobernabilidad, pero planteó otras que podrían conspirar contra ella. La posibilidad de convocar a elecciones parlamentarias anticipadas cuando el Congreso censure al Gobierno es un buen ejemplo.
Hay en las propuestas elementos propios del sistema parlamentario. Su adopción significaría una profunda reforma del Estado, contraria a la práctica histórica.
La discusión es válida, pero escapa al propósito de remediar, con sentido práctico, los problemas inmediatos enunciados por la mandataria cuando nombró a la Comisión.
En el documento hay planteamientos que responden a esos fines. El Gobierno debe identificarlos y actuar sobre ellos, salvo que la intención haya sido, simplemente, estimular un debate nacional sobre el sistema de gobierno.