El ministro de Educación, Leonardo Garnier, adquirió el compromiso de dejar erradicadas las escuelas de triple jornada al final de esta administración. En esos centros educativos, 5.000 niños reciben un máximo de tres horas diarias de lecciones. Es una formación paupérrima en un país donde la educación se supone un valor fundamental y los textos de historia celebran cerca de siglo y medio de educación pública gratuita.
Quizá el país ha pasado demasiado tiempo regodeándose en la vanagloria de su sistema educativo y demasiado poco atendiendo la dolorosa realidad de decenas de miles de estudiantes de primaria y secundaria. La erradicación de las escuelas de triple jornada es una meta encomiable, pero no impide señalar que de aquí al 2014, cuando toquen a su fin, habrán “graduado” a miles de niños cuyo título de egreso esconde un pesado fardo de desventajas para la vida futura.
No habrá forma de compensárselos y no es atrevido pronosticar que pocos de ellos sabrán procurarse la compensación por sí mismos. Si la sociedad y la economía abren oportunidades, no serán para ellos, o por lo menos no serán los primeros convidados. Es una injusticia, calificada por el Ministro de “inaceptable”, pero aceptada durante demasiados años.
Los alumnos suman a su natal condición de pobreza y las desventajas de habitar zonas urbano-marginales, las pocas horas dedicadas al estudio y la extrema concisión de las lecciones. Los maestros no tienen tiempo para conducir prácticas en el aula y condensan las explicaciones en un esfuerzo heroico por cubrir lo esencial. Las materias especiales, como la música y la educación física, son lujos reservados a otras zonas, y la enseñanza de idiomas escasea o brilla por su ausencia. En esas condiciones, el círculo vicioso de la miseria no puede ser derrotado.
Por esta vez, el Ministerio no alega falta de recursos para enfrentar el problema. El dinero existe, según el Ministro, pero no el espacio necesario para ubicar los centros educativos. En los atiborrados barrios marginales donde operan estas escuelas no hay terrenos para construir. Han crecido a la buena de Dios, sin guía, infraestructura ni un asomo de planificación.
El Ministerio estudia las opciones. En algún caso podría construir un segundo piso, en otro organizar el traslado de los niños a escuelas cercanas, dotándolas de aulas adicionales. La tarea rebasa el ámbito de la cartera educativa y exigirá la intervención de entidades estatales encargadas de la vivienda y el ordenamiento urbano. La reubicación de algunos vecinos podría estar entre las soluciones viables, pero el Gobierno debe actuar con sentido de urgencia. Es una carrera contra el tiempo. Cada día de clases cierra un ciclo de marginación, difícil de recuperar en el futuro.
La desventaja de esta escuelas es dramática aun en comparación con otras cuyas condiciones son en sí mismas preocupantes. La semana pasada, La Nación informó de escuelas y colegios, ubicados en diversas regiones del país, algunas tan próximas a la capital como San Mateo, donde alumnos y maestros iniciaron el año lectivo en improvisados ranchos, salones comunales, iglesias y hasta viviendas prestadas por los vecinos. El ruido, el reto a las capacidades de concentración por falta de divisiones y el calor generado por la carencia de cielorrasos son descomunales desventajas, pero no se comparan con tres horas de clases, seis días a la semana, en un barrio marginal.
La desventaja también se antoja descomunal si se toma en cuenta la cantidad de esfuerzo y recursos invertidos por el Ministerio de Educación para establecer el año escolar de doscientos días. Esa meta, todavía no alcanzada a plenitud, representa el mínimo necesario de lecciones definido por las autoridades educativas del país. Si en otros centros educativos no se cumple a satisfacción por la interferencia de diversos factores, en las escuelas de triple jornada el debate simplemente carece de sentido. Es como si la discusión perteneciera a la realidad de un país diferente. Quizás así sea, en cierto sentido y para verguenza nacional.