Años de trámite, debate y fracasos conforman la biografía de la ley de tránsito y todavía hay desazón para rato. A estas alturas, la ley, tan necesaria y urgente como en realidad es, importa menos que su accidentada trayectoria. Esta tragicomedia en varios –demasiados– actos, es testimonio de la frecuente desconexión entre la función legislativa, la realidad del país y el marco constitucional que lo gobierna.
No es de extrañar que la Sala Constitucional estimara irracional y desproporcionada la multa de ¢237.000 por no utilizar el cinturón de seguridad en un país donde ese monto equivale al salario de buena parte de la población, sobre todo si se considera el 30% adicional destinado al Patronato Nacional de la Infancia. Es de extrañar, sin embargo, que a nadie se le haya ocurrido castigar la conducción bajo los efectos de drogas tóxicas, estupefacientes, psicotrópicos y otras sustancias con efectos enervantes. El legislador se preocupó por sancionar la falta de uso del cinturón con energía draconiana, pero omitió el mismo empeño al considerar una conducta rayana en la criminalidad.
La ley multa el manejo bajo el efecto de sustancias enervantes con ¢316.000, pero no establece parámetros para determinar cuándo se está en presencia de la violación. El resultado es la impunidad. David Hernández, coordinador general de los tribunales de flagrancia, no recuerda haber visto un solo caso de aplicación del artículo “después de tantos años como juez”.
Sin embargo, la norma también es reveladora de deficiencias en la técnica legislativa que van más allá del descuido o la imprevisión de una conducta indeseable. Son esas deficiencias las responsables del fracaso de la ley de tránsito en estrados judiciales por falta de proporcionalidad y racionalidad.
La conducción bajo los efectos del alcohol se pena con cárcel de entre uno y tres años. Es un caso completamente análogo al de las drogas tóxicas, estupefacientes, psicotrópicos y otras sustancias enervantes. Era de esperar un trato equivalente, pero el Congreso omitió dárselo. Cuando se decidió a castigar la conducción bajo el efecto de esas drogas se contentó con una multa apenas 25% mayor a la establecida para quien no utilice el cinturón de seguridad.
Estas faltas a la lógica plagan el texto legal y, en algunos casos, rebasan la frontera de lo admisible a la luz de los criterios de proporcionalidad y racionalidad aplicados por la Sala Constitucional. Los legisladores y las autoridades administrativas encargadas de redactar las leyes deberían saberlo y a veces demuestran tal comprensión cuando ya es demasiado tarde.
En el caso del cinturón de seguridad, el Congreso se le adelantó a la Sala Constitucional para reconocer, en un proyecto de reforma, el exceso de la multa. La nueva sanción será de ¢47.000, una quinta parte de la anterior. El texto de la reforma fue redactado antes del fallo de la Sala IV, motivado exclusivamente por el deseo de corregir un exceso. Se impone, pues, preguntar por qué no se adoptó una medida semejante a la hora de tramitar la versión hasta hace poco vigente.
La comisión especial designada para dictaminar el proyecto de reforma se reúne cuatro veces por semana y espera completar su trabajo en poco tiempo. Es una oportunidad para hacer bien lo que tantas veces se ha malogrado y, a juzgar por las 73 mociones aprobadas el lunes, la ley será sometida a cirugía mayor.
El número de correcciones en sí mismo no mejorará la calidad del texto legal. Los diputados deben cuidar la coherencia interna del articulado, su correspondencia con la realidad que está destinado a regular y su armonía con el resto del ordenamiento jurídico. No menos importante es cuidar la redacción, tantas veces responsable de interpretaciones ambiguas y arbitrarias. Solo en ese caso podrá el país declarar cerrado, de una vez por todas, uno de los expedientes más inverosímiles de su reciente historia legislativa.