La inflexibilidad del presupuesto nacional es un viejo problema. Mientras no se le considere en serio, la única solución a mano de las autoridades fiscales será el incumplimiento. En décadas, ningún Gobierno ha conseguido satisfacer las exigencias de leyes y mandatos constitucionales aprobados para repartir los ingresos a trocitos. Cuando mucho, esas disposiciones cumplen un papel de aspiración o meta.
Aprobamos, pues, las leyes, para incumplirlas, sin importar si la falta compromete la majestad de la Constitución Política. El presupuesto del 2014 no es la excepción. Ni la educación ni la deuda política obtendrán el financiamiento previsto por la Constitución Política. En el primer caso, los lamentos son justificados. En el segundo, más bien se impone celebrar el freno a los excesos de la norma constitucional, a cuyo tenor los partidos políticos podrían gastar el 0,19% del Producto Interno Bruto en la campaña electoral. El contraste entre las dos cuentas subraya el absurdo del despilfarro en política. Gastamos en la campaña lo que no tenemos para invertir en educación.
Tal como fue presentado al Congreso, el presupuesto del 2014 implica la ampliación del déficit fiscal en un 1%, pese al incumplimiento de las disposiciones relativas al financiamiento de la educación y de la política electoral. Apenas cabe imaginar la situación, si algún Gobierno intentara satisfacer la exigencia, también constitucional, de destinar el 10% del presupuesto a los gobiernos locales, norma emblemática de la manía de imponer al erario público obligaciones de imposible cumplimiento.
El incumplimiento no tiene consecuencias por la más simple de las razones: nadie está obligado a lo imposible. Quizá el ministro de Hacienda quiera, pero no puede. Si el dinero estuviera disponible, debería programar los gastos sin importar su voluntad, so pena de una grave acusación, pero no existen los recursos necesarios.
Más del 30% del presupuesto está destinado al inevitable servicio de la deuda pública. Alrededor del 11% se dedica al pago de pensiones. Un 6% financia al Poder Judicial y el gasto en educación, para acercarse al 8% del PIB, reclama más de una cuarta parte. Al Ministerio de Salud se le dedica otro 3%. La Presidencia de la República y unos dieciséis ministerios comparten el resto. Es decir, prácticamente todo el Gobierno central se financia con la quinta parte del plan de gastos.
Para cumplir los mandatos constitucionales, sería necesario recortar esa quinta parte del presupuesto en algo más de la mitad. El 50% ahorrado iría a los gobiernos locales. A partir de ahí, sería necesario completar los fondos destinados a educación, deuda política y otros fines. El ajuste obligaría a cerrar la mitad del Gobierno central. Aun así, de mantenerse las condiciones actuales de recaudación, se seguiría ensanchando el déficit fiscal.
Consecuencia de tanto sinsentido, los tribunales se ven en el predicamento de resolver reclamos basados en el texto de la ley, pero totalmente divorciados de la realidad fiscal. En este momento, el Ministerio de Hacienda insta a la Procuraduría General de la República a cuestionar en casación una sentencia favorable a las pretensiones de financiamiento del Patronato Nacional de la Infancia. Ninguna causa es más loable, pero las necesidades son muchas y el presupuesto, limitado, sobre todo en vista de su inflexibilidad.
El país necesita un ejercicio de honradez y coherencia, radicalmente opuesto al clientelismo y la demagogia, para alinear la ley con la práctica y las aspiraciones con las posibilidades. Promulgar normas de cualquier rango, para después violarlas por imposibilidad de cumplir sus mandatos, atenta contra la credibilidad de las instituciones y el régimen de derecho.