La Nación recorrió 14 de los 29 hospitales de la Caja Costarricense de Seguro Social y encontró, especialmente en los más lejanos, un panorama desolador. Los reportajes publicados esta semana comienzan con la descripción de tres escenas observadas en Ciudad Neily, Guápiles y Golfito. La primera retrata un consultorio estrecho, sin privacidad y con una pared de lámina de madera remendada con esparadrapo. La segunda, el envío de expedientes a un contenedor donado por la empresa privada para ampliar el espacio de “archivo”. La tercera está poblada de pacientes internados en un hospital de madera, con 70 años de antiguedad, utilizado como centro de atención en la época de las bananeras y todavía desprovisto de medios adecuados para combatir el intenso calor de la zona.
Un informe de la Caja confirma la observación empírica. El 73% de la infraestructura de salud está en condiciones “regulares” o “malas”, la cantidad de metros cuadrados disponibles para atender al público es insuficiente y la explicación del deterioro se encuentra en la falta de mantenimiento preventivo.
El panorama de los centros médicos alejados de la Gran Área Metropolitana es dramático, como también lo constató este diario en el Atlántico y en el norte, pero los hospitales del centro del país no se salvan del diagnóstico negativo. El emblemático San Juan de Dios se califica como hospital en mal estado, y los importantísimos Calderón Guardia y México apenas se hallan en condiciones regulares.
Hace poco más de un año, un incendio reveló al país la falta de mecanismos para detectar y combatir emergencias de esa naturaleza en el San Juan de Dios, donde el Ministerio de Salud se vio obligado a clausurar quirófanos ante las insistentes quejas de los cirujanos. Las paredes y cielorrasos exudaban humedad, y los cables eléctricos representaban serios riesgos para pacientes y personal médico. El sistema de aire acondicionado, con dos décadas a cuestas, contribuía al caos en una de las zonas vitales del hospital.
Para poner la infraestructura a punto, la Caja necesita ¢750.000 millones, es decir, la solución no se avizora en el corto plazo. Gabriela Murillo, gerente de infraestructura de la institución, confiesa que durante muchos años los presupuestos de mantenimiento se utilizaron para pagar horas extras. Las explicaciones confluyen hacia el mismo punto adonde llegan otros diagnósticos: las falencias de la Caja nacen de malas decisiones políticas y falta de control presupuestario.
La comisión de expertos encargada de analizar la crisis financiera de la institución se fijó en el pago de ¢105.230 millones por tiempo extraordinario en el 2010 y recomendó redistribuir personal y ordenar los turnos de trabajo. Esas medidas bastaron para producir un ahorro significativo el año pasado.
Asombra saber que la posibilidad no fue contemplada con anterioridad, pero es todavía más desconcertante la sangría de las finanzas institucionales durante diez años y medio con el pago ilegal de incapacidades. En enero del 2000, un dictamen de la Procuraduría General de la República señaló que los subsidios por incapacidad no deben ser considerados salario. En consecuencia, no pueden ser utilizados para calcular aguinaldo, salario escolar, pensiones y prestaciones. La Caja hizo caso omiso del dictamen hasta mediados del año pasado y, además de pagar a sus empleados el 100% del salario durante la incapacidad, integraba el monto al cálculo de los demás extremos laborales.
Con esos beneficios, no es de extrañar que la institución fuera la reina de las incapacidades, en número y duración. Los empleados de la entidad se incapacitaban cinco veces más que los del sector privado. Tampoco es de extrañar que al mes siguiente de adoptada la decisión de respetar el dictamen de la Procuraduría, las incapacidades disminuyeran un 40%, y la Caja proyectara un ahorro de ¢21.000 millones durante el segundo semestre del 2011, sin contar los gastos relacionados, como la sustitución del personal incapacitado y el pago de horas extras, además del exceso pagado en prestaciones, aguinaldos y salarios escolares. Multiplicado por los 21 semestres de pago ilegal del privilegio, el ahorro se acercaría a dos terceras partes de la inversión requerida por la infraestructura hospitalaria.
Si algo faltara para llegar a esa suma, podría considerarse el ahorro de ¢5.000 millones al año por la reciente corrección de un “error” cometido durante once años. Cuando la institución liquidaba a sus empleados por despido, pensión o muerte, les pagaba a ellos o a sus beneficiarios el 8,33% del salario por año laborado, aunque también contribuía, a lo largo de la relación laboral, el 3% destinado por ley al Fondo de Capitalización Laboral (FCL). Ese monto no se deduce del salario del trabajador y lo paga directamente el patrono como un adelanto parcial de la cesantía.
A lo largo de la última década, el abuso de horas extras, los pagos ilícitos derivados de las incapacidades –de las cuales también se abusó– y el error de cálculo en las liquidaciones por despido, pensión o muerte, hicieron mucho por contribuir al deterioro de la infraestructura. En ausencia de esos desperdicios, ningún hospital estaría en malas condiciones y muchos habrían alcanzado la calificación óptima.
Todo esto sin mencionar muchos otros factores, como la elevación del tope de la cesantía a 20 años durante la dispendiosa administración del expresidente ejecutivo Eduardo Doryan, que aumentó el gasto en salarios un 88% entre el 2005 y el 2010, mientras las clínicas y hospitales sufrían el embate del tiempo. En el mismo periodo, la Caja y el Ministerio de Hacienda pactaron eximir del pago de intereses los ¢78.000 millones adeudados entonces por el Estado.
Unos 60.000 patronos deben cerca de ¢160.000 millones a la institución. Es una suma importante, pero un argumento sin valor para justificar los desmanes internos. La suma es, con mucho, inferior al desperdicio, aunque su recuperación debe hacerse sin demora, dejando caer sobre los responsables todo el peso de la ley.
La generosidad de pasadas administraciones en la repartición de los presupuestos para conservar la “paz laboral” y los arreglos “políticos” le están pasando la cuenta al sistema de atención de la salud. Es una realidad que el país debe encarar sin excusas, con urgente propósito de enmienda.