Ningún documento internacional, por sí solo, es capaz de salvar a la humanidad de los efectos devastadores del cambio climático. Sin embargo, el aprobado este sábado en París, tras dos semanas de intensas negociaciones, constituye el compromiso más serio, ambicioso, claro, verificable y promisorio logrado desde la Cumbre de la Tierra celebrada hace 23 años en Río de Janeiro. Por esto, sobran las razones para celebrarlo, pero, sobre todo, para redoblar los esfuerzos nacionales e internacionales que permitan, a partir del nuevo marco establecido, frenar el proceso de calentamiento global que nos afecta.
El secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, se refirió a las implicaciones del documento, consensuado por representantes de 195 países, en estos términos: “Por primera vez disponemos de un acuerdo realmente universal sobre cambio climático, uno de los más cruciales problemas de la Tierra”.
La meta más trascendental es evitar que las temperaturas atmosféricas crezcan por encima de los dos grados centígrados en relación con los promedios anteriores al inicio de la Revolución Industrial, y “realizar esfuerzos” para limitarlas a solo 1,5 grados. Según estimaciones científicas, de superarse ese umbral se desatarían eventos ambientales devastadores e incontrolables, que, entre otras cosas, conducirían a la desaparición de varios países isleños, arrasarían con áreas costeras, forzarían migraciones masivas y conducirían a sequías, inundaciones y hambrunas. Peor aún, debido a las consecuencias de la acción-reacción climática, estos y otros efectos se tornarían irreversibles.
A partir de la urgencia creada por tan apocalíptico –pero también realista– futuro posible, y gracias a una movilización diplomática sin precedentes, la conferencia superó algunos de los peores escollos para alcanzar el acuerdo universal. Tras años de recriminaciones sobre quiénes debían asumir la responsabilidad de frenar el proceso, el Acuerdo de París, como se ha denominado su texto de 40 páginas, establece que la tarea es de todos los países. De este modo, se superó un paradigma de desgastantes confrontaciones entre el mundo desarrollado y en desarrollo, y se logró que, antes de la reunión en París, 187 Estados hicieran públicas estrategias nacionales para reducir las emisiones de carbono –principal contribuyente al cambio climático– al menos durante la próxima década. Costa Rica estuvo entre ellos, pero Nicaragua, Panamá y Venezuela no han planteado hasta ahora sus objetivos.
Según estimaciones preliminares, si todos esos compromisos se cumplen, apenas podría llegarse a la mitad de la meta de los 2 grados. El documento final lo reconoce y, precisamente por ello, establece también los procesos que deberán seguirse a partir de ahora para no solo cumplir, sino también mejorar las metas voluntariamente aceptadas. Con tal fin, cada cinco años, a partir del 2020, los Estados deberán reunirse y plantear planes actualizados que reduzcan aún más sus emisiones. También se han comprometido legamente a que cada cinco años, comenzando en el 2023, informarán públicamente sobre su desempeño en el combate contra el cambio climático, y compararán sus logros.
Todo lo anterior permitirá avanzar de las aspiraciones a la acción. Además de un elemental sentido de responsabilidad global, uno de los estímulos más importantes para caminar por tal ruta será la cooperación que los países más ricos brinden al resto para alcanzar y superar sus compromisos. Asimismo, podemos esperar una creciente presión de la opinión pública –nacional e internacional– sobre los respectivos gobiernos, sea mediante el elogio por lo hecho o la censura por lo que no se ha logrado hacer.
Otra parte esencial de la ecuación es la alianza anunciada por 20 países –la mayoría ricos– y un grupo de filántropos multimillonarios, encabezados por Bill Gates, para financiar la investigación básica y aplicada, tanto en el desarrollo de fuentes de energía limpias y baratas, como en la posibilidad de remover dióxido de carbono de la atmósfera. La tecnología no puede sustituir los compromisos y responsabilidades políticas, pero sí facilitarlos dinámicamente, de modo que el desarrollo económico no dependa, como esencialmente ha ocurrido ahora, de deforestar o quemar carbón y petróleo.
Estamos ante un acuerdo que, con todas sus imperfecciones e insuficiencias, al fin ha permitido crear, sobre bases realistas y visionarias, los componentes esenciales de un proceso universal a la altura de los desafíos, y con los elementos necesarios para guiar el futuro de nuestro clima. Por esto, implica una sólida esperanza para la humanidad.