El pasado domingo en la noche, al concluir en Cataluña una traumática jornada de consulta ciudadana —marcada por su ilegalidad y un excesivo uso de violencia policial— tanto el presidente del gobierno nacional, Mariano Rajoy, como del regional, Carles Puigdemont, proclamaron la victoria. El primero adujo la fortaleza del Estado en defenderse de “tal ataque” a su integridad; el segundo, la presunta claridad proindependentista que arrojaron los resultados del cuestionado referendo. Ambos se equivocaron.
Si se indaga más allá de las justificaciones, consignas y exculpaciones, la realidad es que todos han perdido, en particular la unidad humana, social e institucional de un país diverso y de una región particularmente importante, que no deben resolver sus diferencias mediante la intransigencia, la exclusión o las vías de hecho. Lo que se impone es el apego a su Constitución democrática, sus instituciones y la búsqueda de acuerdos responsables, lejos de los nacionalismos extremos, los autoritarismos, la intolerancia y las crispaciones.
Lo anterior no quiere decir que las responsabilidades sean equivalentes para los gobiernos de Madrid y Barcelona. El primero, encabezado por Rajoy, ha actuado persistentemente con un exceso de intransigencia ante los reclamos de los catalanes en pro de mayor autonomía. Su principal acción en este sentido se remonta casi una década atrás, cuando, tras un recurso presentado por su Partido Popular, el Tribunal Constitucional Español, mediante una decisión mayoritaria, declaró inconstitucional varios artículos del nuevo Estatuto de Autonomía aprobado por las Cortes españolas y refrendado por los catalanes en el 2006.
A partir de esta declaratoria, las tensiones, tanto dentro de Cataluña como entre ella y España, han aumentado hasta la crispación. Tras las elecciones del 2015, una frágil coalición proindependentista llegó al poder, y desde entonces se inició una clara línea encaminada ya no a lograr mayor autonomía (como quieren la mayoría de los catalanes), sino a la separación total (que goza de mucha menor aceptación). Puigdemont, como su cabeza, ha actuado con extrema irresponsabilidad, tratando de quemar etapas e irrespetando la Constitución española, que enmarca claramente todo lo relacionado con las autonomías.
El referendo del domingo, declarado ilegal por el mismo Tribunal Constitucional, ha sido, hasta ahora, la manifestación más extrema de esta tendencia. En las semanas previas, y en los días que han seguido, se ha profundizado la polarización, no solo –y quizá no tanto– entre España y Cataluña, sino en el seno de ella misma: de pronto, los millones de ciudadanos que no desean la independencia son definidos como virtuales traidores, con todos los riesgos que eso implica. Sin duda, como dijo el martes el rey Felipe VI, “la sociedad catalana está fracturada y enfrentada”.
En medio de esta situación, lo sensato es que todas las partes busquen una salida civilizada. Esto solo será posible en el marco de la Constitución democrática y del Estatuto de Autonomía vigente. Porque no puede haber otra vía que sea legítima, sostenible y aceptada internacionalmente, en particular por la Unión Europea. Esta fue la esencia del discurso pronunciado el martes por el rey, que con razón llamó a las autoridades nacionales a “asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de derecho y el autogobierno de Cataluña”.
Hasta ahora, sin embargo, los independentistas parecen mantener su determinación de que el Parlamento regional, donde tienen mayoría, declare unilateralmente la independencia. La decisión, aunque no tenga consecuencias inmediatas, agudizará todavía más la crisis y conducirá a un enfrentamiento más grave. Si no prevalecen la responsabilidad, la sensatez y la legalidad, más temprano que tarde todos lamentarán el desenlace.