Medio millón de consumidores capitalinos quedaron sin luz eléctrica el lunes, por la sustracción de 400 metros de cable en la planta que el Instituto Costarricense de Electricidad opera en Cañas, Guanacaste. El apagón afectó el sur de San José y en algunos sectores duró hasta dos horas. La moraleja tiene varias aristas y es importante ponerlas sobre el tapete.
Primero, el país debe ver con preocupación la fragilidad de sus servicios básicos, expuestos a la delincuencia común, y Dios no lo quiera, al terrorismo, cuyos caprichos son impredecibles y ningún país puede ignorar. El robo de cable es una actividad común de rateros, pero encierra valiosas lecciones para los responsables de asegurar el suministro de energía y las telecomunicaciones. El abastecimiento de agua no está mucho mejor protegido.
El cable fue sustraído de las instalaciones del ICE, cuyo departamento de protección patrimonial, integrado por unos 300 funcionarios, demostró ser incapaz de evitarlo. La oficina probó ser más diligente en el seguimiento de un sindicalista, según trascendió en la Asamblea Legislativa, pero su eficacia está en duda allí donde sería más importante.
La planta hidroeléctrica Corobicí es pieza integral del complejo Arenal-Corobicí-Sandillal, cuyos 300 MW lo convierten en el principal sistema generador de energía del país.
Un error lo sufre cualquiera, pero, no hace mucho, la activación del sistema de alarma contra incendios dañó la red celular de tercera generación y dejó a miles de usuarios sin servicio. El ICE denunció el caso ante la Fiscalía porque sospecha de la intervención de mano criminal en el cerrado ámbito de sus instalaciones, esta vez en Paso Ancho, San José. El incidente no ha sido aclarado y la denuncia obedece a la falta de otras explicaciones plausibles.
El gerente de Telecomunicaciones, Claudio Bermúdez, afirmó que “la idea de la denuncia es que se haga una investigación y se determine si fue un evento fortuito”. Las averiguaciones bien podrían descartar la intervención de mano criminal, pero la sospecha en sí misma es una admisión de la vulnerabilidad de instalaciones tan vitales para el bienestar y la seguridad del país.
Al calor del incidente del lunes, el ICE anunció la intención de reforzar la seguridad de sus instalaciones hidroeléctricas, pero el apetito del hampa por los cables y otros materiales es de vieja data. La sustracción de cable se da en cualquier esquina, donde no sería razonable exigir al ICE evitarla. Sin embargo, en este caso, como en el de las centrales telefónicas, el suceso ocurrió en las instalaciones de la entidad.
Otra arista de la moraleja se relaciona con aspectos más generales del problema. El robo de cable, alcantarillas, vías de ferrocarril y otros elementos de la infraestructura pública alimenta un comercio ilegal de metales cuya utilidad depende de la fundición o la venta en las chatarreras.
El comercio de los bienes sustraídos exige instalaciones cuya detección se facilita por su tamaño y visibilidad. Cuando la Policía se ha empeñado en la empresa, ha conseguido detener importantes alijos de bienes públicos.
Si el país viene fracasando en la prevención de estos robos, cuyos autores ponen en peligro las vidas y bienes de sus conciudadanos, podría, cuando menos, intensificar la respuesta policial represiva mediante la investigación y supervisión de quienes intervienen en el negocio de la chatarra, donde, es necesario señalarlo, existen muchos operadores legítimos que no se opondrán a las medidas necesarias para garantizar la corrección de la actividad.
Este es un buen punto de partida para las autoridades públicas y también para averiguaciones privadas a cargo de los protectores del patrimonio del ICE y otras instituciones.