La evaluación de los docentes debe ser un componente básico de nuestro sistema educativo. La tarea de ponerla en práctica e incorporarla orgánicamente a la normativa y procedimientos del Ministerio de Educación corresponde, esencialmente, a sus autoridades. El compromiso con su adecuado desarrollo debe convertirse en un imperativo profesional y ético de los educadores. La responsabilidad de su pronta puesta en marcha y aplicación sistemática toca directamente a los padres de familia, que deben insistir en una adecuada medición de la calidad de maestros y profesores.
Bajo estas premisas, celebramos que, en coincidencia con el inicio del curso lectivo, tanto el presidente, Luis Guillermo Solís, como la ministra de Educación, Sonia Marta Mora, destacaran la necesidad e intención de medir los conocimientos de los docentes. “No puede enseñar bien quien no sabe lo que enseña”, dijo Solís. Coincidimos plenamente con su afirmación, que formuló no solo en su condición de gobernante, sino, también, de educador. Además de verificar conocimientos, deberían evaluarse otros aspectos esenciales que inciden en la calidad de la enseñanza, como actitud, dedicación y rendimiento.
La ministra Mora describió acertadamente el propósito de las evaluaciones, que definió “como mecanismo de mejora y no para castigar a nadie”. En efecto, los instrumentos de evaluación, aplicados sistemáticamente, son herramientas fundamentales para detectar debilidades, medir avances, identificar necesidades de mejora y formular planes de capacitación. De este modo, permiten avanzar en la labor pedagógica de los educadores y promover su desarrollo profesional. Sus resultados, además, ayudan a la formulación de mejores políticas y a la detección de las carreras e instituciones universitarias con mayores deficiencias.
Para que todos los propósitos mencionados se cumplan adecuadamente, la evaluación debe ser un ejercicio sustantivo, y sus resultados estar ligados a esquemas de reconocimiento y eventuales sanciones. Los buenos educadores, o aquellos que se esfuerzan y logran superar sus debilidades, deberían tener preferencia en ascensos o incrementos salariales, por ejemplo. Los que se enquisten en la complacencia, y ni siquiera traten de mejorar, deberían salir el sistema.
Lamentamos, aunque no nos sorprende, que el presidente de la Asociación Nacional de Educadores (ANDE), Gilberto Cascante, y la de la Asociación de Profesores de Segunda Enseñanza (APSE), Ana Doris González, se manifiesten contra las evaluaciones. Con el curioso argumento de que las pruebas necesarias “afectan la psicología del docente”, Cascante dijo que “nunca” las van a apoyar. Se trata, ni más ni menos, que de un compromiso con la mediocridad, algo que los educadores medianamente responsables rechazan, y que convierte a los estudiantes en víctimas. De ahí que los padres de familia deban asumir un compromiso activo no solo con la medición de conocimientos, sino también con la evaluación del desempeño total de quienes tanto influyen sobre los conocimientos y actitudes de sus hijos.
Contrariamente a la actitud totalmente negativa de ambos dirigentes gremiales, la ministra Mora ha manifestado su interés en desarrollar “un espacio de medidas dialogadas” con ellos. Incluso, mencionó a los sindicatos “como aliados para mejorar la educación”. Hasta ahora, el optimismo que transmite esta frase no ha sido justificado por las declaraciones de Cascante y González, aunque sí por la actitud de una gran cantidad de docentes, cuya “psicología” los induce a la superación y a la responsabilidad hacia los niños y jóvenes.
Confiamos en que una adecuada coalición entre autoridades abiertas al diálogo, pero determinadas a mejorar sin descanso el desempeño docente, educadores comprometidos con la calidad de la enseñanza y padres de familia militantes en pro de una mejor educación para sus hijos nos permita dar el salto de calidad que tanto necesitamos.