La ley de regulación de apuestas, casinos y juegos de azar es una buena oportunidad para desterrar las máquinas tragamonedas instaladas en pulperías, pequeños negocios de barrio y aun en las cocheras de viviendas cuyos moradores procuran una fuente adicional de ingresos. En los confines de una casa, las máquinas corren menos riesgo de una intervención como la emprendida por las autoridades de Alajuelita, que hace meses intentaron, con limitado éxito, poner fin al problema en ese populoso cantón.
El negocio de las máquinas se nutre de los exiguos recursos de las capas más necesitadas de la población y atrae a los jóvenes, muchos de ellos colegiales en uniforme, cultivándoles la inclinación al juego y poniéndolos en riesgo de caer en la ludopatía. Basta transitar por los barrios de nuestras ciudades para atestiguar la presencia de las máquinas y sus jóvenes usuarios.
María Luisa Ávila, ministra de Salud, advirtió en su momento que una parte del juego lo financiamos los contribuyentes, proveedores de los fondos destinados al programa de becas “Avancemos”. Las maquinitas atraen a los chicos al punto de incitarlos a emplear recursos que el Estado les brinda para estudiar. Con mejores intenciones que resultados, la Asamblea Legislativa también reconoció el problema al aprobar una ley diseñada para proteger a los menores de las tentaciones del juego.
La proyectada ley de regulación de apuestas, casinos y juegos de azar tiene el buen propósito de imponer tributos al juego, en particular a los casinos y las casas de apuestas electrónicas. Los casinos se mantienen restringidos a los hoteles con más de 60 habitaciones y las apuestas electrónicas quedan sujetas a formalidades que hoy no están obligadas a respetar, pero el artículo 28 da carta de ciudadanía a las máquinas instaladas en establecimientos pequeños.
“Toda persona que' se involucre en el negocio de colocar y operar dispositivos de juegos de azar en el local de un establecimiento pequeño, debe obtener previamente una licencia de operador para realizar esa actividad aprobada por el Consejo Superior. Para estos efectos, tendrá la consideración de establecimiento pequeño, aquel cuya actividad económica principal no es la de apuestas, casinos o juegos de azar”, dice el artículo 28 del proyecto en trámite legislativo.
Los defensores de la disposición dirán que introduce requisitos hasta ahora inexistentes y en esa medida contribuye a controlar la operación de las máquinas y su proliferación. Además de poseer licencia, los operadores solo podrán emplear aparatos de un fabricante o distribuidor igualmente autorizado. Pero el argumento de reglamentar la anarquía pasa por alto la pregunta fundamental y previa: ¿Es necesaria o defendible la operación de máquinas de juego en cualquier negocio de barrio?
El negocio del juego, en cualquier escala, resulta polémico. La presencia de casinos en los hoteles se ha justificado por la necesidad de complacer al turismo y las casas de apuestas electrónicas son empleadoras de miles de costarricenses, por lo general bien pagados. Sin ahondar en las críticas dirigidas a esos grandes negocios, basta para los efectos de este editorial consignar los argumentos esgrimidos en su favor con tal de señalar la ausencia de alguno similar para las máquinas tragamonedas instaladas en pulperías, bazares y otros establecimientos de barrio.
Si no hay siquiera asomo de justificación y los efectos perniciosos saltan a la vista, es de esperar que los diputados aprovechen el trámite de la ley de regulación de apuestas, casinos y juegos de azar para establecer una política nacional contra la proliferación de este tipo de actividades.