La ley de tránsito se cae a pedazos, pero la frustración nacional sería menor si ese resultado no hubiera sido previsible. El país no podía seguir a la buena de Dios, con una legislación obsoleta y una sangría en las carreteras. Necesitaba poner la ley al día y cobró conciencia de ello a la luz de cruentos accidentes, fuente de indignación nacional, porque muchos de ellos involucraban a niños entre las víctimas y a ebrios entre los victimarios.
Las autoridades adoptaron tan sentida necesidad como cruzada y se lanzaron al diseño de una ley draconiana, desligada del marco constitucional e incapaz de resistir el examen de racionalidad y proporcionalidad. Así, la Sala Constitucional eliminó la multa de ¢237.000 por no utilizar el cinturón de seguridad. El sancionado debía pagar un 30% adicional para el Patronato Nacional de la Infancia, con lo cual la multa rebasaba el salario de buena parte de la población nacional.
Ahora, la sanción de ¢205.000 por no portar el certificado de revisión técnica vehicular quedó nuevamente en ¢10.000, porque los magistrados hallaron desproporcionado el monto establecido por la reforma legal. La ley, tan urgente y necesaria, se desvanece dentro del examen de los tribunales y enfurece a la ciudadanía, incapaz de apreciar siquiera los beneficios de la vigilancia electrónica, opacados por el exceso en los castigos.
Los diputados, atentos al enojo popular y ansiosos de enmendar la cadena de yerros, se apresuran a darle prioridad a la reforma, esta vez destinada a suavizar los castigos impuestos cuando la ola de indignación favorecía las soluciones drásticas. Así no se legisla y las consecuencias están a la vista. La lección es para el Congreso, pero también para las autoridades administrativas encargadas de presentar proyectos de ley. Desde la primera versión, la ley de tránsito adoleció de defectos emanados del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT).
A la luz de los recientes fallos de la Sala IV, es fácil adivinar qué habría sucedido si el MOPT se hubiera salido con la suya cuando tuvo intención de proponer castigos de tres años de cárcel por irrespetar la doble línea amarilla, virar en u o rebasar en un puente. Con absoluto menosprecio por la coherencia, el mismo proyecto imponía sanciones menores por conductas igualmente peligrosas: irrespetar semáforos, altos y señales de ceda.
Es difícil creer que semejantes excesos se contemplaron como posibles. No hay duda, sin embargo, que, de haber prosperado, habría sido imposible mantener esa normativa vigente en una sociedad democrática donde el derecho penal es el último recurso represivo del Estado. Además, la población habría rechazado la conversión de la licencia de conducir en una antesala del encarcelamiento. El resultado de tan severa ley habría sido ninguna ley, o una demasiado débil, como viene ocurriendo con los drásticos castigos anulados por la Sala IV.
Es necesario conservar, en todo caso, la conexión entre la función legislativa, la realidad del país y su marco constitucional. El nexo muchas veces está en la más elemental lógica, pero aun así se pierde en los vericuetos de la burocracia y la ocurrencia. Ojalá en el novísimo intento los diputados estén atentos a la coherencia interna del articulado, la claridad de su redacción, su correspondencia con la realidad y su armonía con el resto del ordenamiento jurídico.
El esfuerzo de reforma se emprende, por lo menos en cuanto al nuevo espíritu de premura, bajo impulso de las molestias ocasionadas por los excesos vigentes. Existe, pues, el peligro de un nuevo movimiento pendular que en un día no muy lejano reviva la discusión y la demanda de “mano dura”.
Encontrar el equilibrio es la única vía para concluir con éxito el largo y accidentado camino de la ley de tránsito, una verdadera verguenza nacional.