La transformación del impuesto de ventas en un tributo al valor agregado es una medida deseable, cuyos buenos propósitos pueden ser malogrados de muchas formas, todas ellas presentes en el debate actual. La más frecuente receta para una reforma ineficaz es la insistencia en exonerar a diversas actividades y sectores, siempre con las mejores intenciones.
La educación, la salud, las cooperativas y un largo etcétera hacen fila para recibir tratamiento especial. Si se les concediera –y es discutible que todos lo merezcan, como en el caso de las cooperativas financieras– el privilegio debería consistir en una tarifa diferenciada, no en una exoneración total, capaz de romper la cadena de declaración del IVA y anular su aporte al control tributario.
Por las mismas razones, y por elemental justicia, el debate sobre la inclusión de los servicios para ampliar la base de aplicación del IVA debería estar superado. Un IVA concebido en esos términos puede también obligar a las profesiones liberales a asumir su parte de la carga tributaria.
Sobre la tramitación del IVA gravita, además, el constante crecimiento del gasto público. El Gobierno no parece estar dispuesto a enfrentar las causas de fondo, los llamados “disparadores”, y la oposición señala la escasa utilidad de aumentar impuestos si la recaudación no puede llevar el paso de los gastos.
Como si fueran pocas las dificultades del debate, la administración decidió complicar las cosas y, en un esfuerzo por hacer potable el impuesto para algunos sectores reacios a aprobarlo, propone devolver a la población más necesitada el promedio de la recaudación per cápita, entre ¢42.188 y ¢44.384 por grupo familiar, al año.
De inmediato surgen dudas sobre la correcta identificación de los beneficiarios, los medios para entregar la devolución, el costo del proceso y las oportunidades abiertas al clientelismo y la defraudación, de la cual ya son víctimas otros programas de apoyo social.
En primer término, corresponde al Ministerio de Hacienda acreditar la factibilidad de un modelo capaz de resolver los obstáculos y garantizar el buen funcionamiento del programa. No basta con proponer la aprobación del IVA y prometer la ejecución de las devoluciones, sin contratiempos, en dos años. Sobre todo, no basta cuando del Ministerio de Hacienda se trata.
La dependencia no ha logrado, por ejemplo, imponer un sistema de compras estatales transparente y apto para reducir el costo de las transacciones. Eso a pesar de que el sistema ya había sido desarrollado, con importantes costos, y estaba casi listo para entrar en operación. Hay otros ejemplos.
Confiarle a Hacienda un programa como la devolución del IVA, tan complejo por la cantidad de fondos y beneficiarios, así como los riesgos involucrados, no es prudente sin conocer, con antelación, el modelo de ejecución. Sería un cheque en blanco cuando el Congreso más bien debe exigir, con detalle, garantías de transparencia, acceso y eficiencia (costos).
Rendidas esas garantías a satisfacción de los diputados, también es necesario estudiar si la entrega del beneficio anual es la mejor forma de producir un impacto favorable sobre las condiciones de vida de los más necesitados. “La labor del Estado a favor de los menos favorecidos debe hacerse por el lado del gasto y no de los impuestos”, dice el economista y exministro de Hacienda Thelmo Vargas. ¿Habrá forma de obtener mayores beneficios con el mismo gasto? ¿Será mejor repartir indiscriminadamente, con el criterio del per cápita, en lugar de exigir un compromiso del beneficiario, como sucede con Avancemos? Las transferencias condicionadas se aplicaron con éxito en Brasil durante el primer gobierno del PT, ¿podrían ser igualmente exitosas en Costa Rica? Hay otras preguntas, pero las señaladas bastan para sugerir, al Gobierno y a los diputados, la mayor prudencia al impulsar el nuevo planteamiento del IVA.