La caída en la tasa de natalidad está vaciando las escuelas. Dependiendo de la zona, el proceso se acelera por otros factores, como la falta de fuentes de trabajo o la desaparición de barrios, sustituidos por usos no habitacionales del suelo. Si no hay barrio, no hay niños, y si no hay trabajo, los padres trasladan a sus hijos a sitios donde haya mejores oportunidades.
Pero el factor de impacto más generalizado e importante es la baja natalidad. El fenómeno crea importantes oportunidades para el sistema educativo, no de ahorro, sino de mejoramiento. Aulas menos pobladas permiten ofrecer atención individualizada y regularizar las jornadas escolares. La caída de la población estudiantil reduce la presión sobre los recursos disponibles y permite incrementar los beneficios.
Existen ejemplos del buen aprovechamiento de los recursos liberados. En la escuela Ricardo Jiménez, en Cartago, los niños con problemas de aprendizaje reciben más atención de los maestros. En La Trinidad de Dota, los fondos alcanzan para incorporar la carne al menú escolar todos los días. Lastima saber, sin embargo, que en La Carpio no cuentan con un edificio para albergar la escuela. En este populoso barrio capitalino, la primaria funciona en oficinas prestadas, convertidas en aulas, y solo se imparten cinco lecciones, no las siete ofrecidas en la mayoría de centros educativos públicos. Muchos niños se trasladan, con gran costo y esfuerzo, hasta escuelas ubicadas en La Uruca y el Paseo Colón.
La Sala Constitucional ordenó, en el 2012, resolver el problema de infraestructura en La Carpio, pero todavía no hay resultados y el Gobierno apenas promete cumplir en el 2018. Mientras tanto, los niños que estudian en la zona sortean el tráfico y otros peligros para desplazarse entre los inmuebles donde se improvisa la infraestructura escolar.
La escuela de La Carpio es un ejemplo de lo que sucede en muchos otros centros educativos. Existen, también, limitaciones más extendidas en su impacto, como el recorte presupuestario del Ministerio de Educación Pública (MEP) que eliminó ¢2.000 millones destinados a dotar de computadoras a 670 escuelas alejadas del Valle Central, muchas de ellas unidocentes.
El alivio proporcionado por la baja natalidad es una oportunidad para mejorar, pero la educación primaria y secundaria tiene grandes necesidades insatisfechas, cuyo financiamiento solo podría lograrse con los presupuestos actuales al costo de renunciar a las nuevas posibilidades de mejora.
Cuando el Gobierno invoca la necesidad de invertir en educación para justificar los elevados presupuestos universitarios, deja por fuera dos verdades incontestables. Por un lado, buena parte de los recursos entregados a la educación superior son para financiar salarios y otros beneficios desorbitados. Por otro, en los primeros dos niveles del sistema educativo persisten graves necesidades insatisfechas. Las universidades y sus funcionarios viven en Jauja mientras escuelas y colegios pasan penurias.
El desequilibrio y la injusticia se explican por un solo factor: “El que tiene más galillo –dice el refrán– traga más pinol”. Las universidades acaban de convenir con el Gobierno un aumento del 7,38%, muy superior a la inflación y calculado sobre el incremento exorbitante del año pasado. No tienen otra forma de mantener sus privilegios. Por eso los aumentos presupuestarios están desligados de la inflación y de todo parámetro racional. Los incrementos los dictan los salarios, no las necesidades educativas y las condiciones de la economía.
Ya se anuncian manifestaciones para exigir un punto porcentual más de aumento. Si el Gobierno cede, todo volverá de inmediato a la calma, porque las penurias de los estudiantes de Pavas o los de las escuelas rurales no suscitan el mismo interés y se les puede dejar sin edificio, o sin computadoras, con ningún temor a la protesta.