Los acuerdos de París, en cuya negociación destacó el inteligente desempeño de Christiana Figueres, entonces secretaria ejecutiva de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, entraron en vigor el 4 de noviembre. Costa Rica tiene motivos para estar orgullosa del papel de la funcionaria internacional y también de su militancia, como país, en favor del convenio.
Apenas cinco días después de nacer a la vida jurídica, el tratado, todavía incipiente, sufrió un golpe demoledor con la elección de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. El candidato republicano victorioso se ha manifestado escéptico frente a la ciencia en que se funda la preocupación internacional por las emisiones de gases de efecto invernadero y atribuyó la idea a un invento de China para restar competitividad a la industria estadounidense. Además, Trump aboga por revivir las industrias básicas de la producción contaminante, entre ellas la minería del carbón.
El convenio entró en vigor precisamente por la ratificación de los grandes contaminantes, como Europa, China, la India y los Estados Unidos. La condición negociada en Paris exigía la ratificación de 55 países responsables del 55% de las emisiones de gases de efecto invernadero. A la fecha, hay 87 ratificaciones, entre ellas la de Costa Rica, aprobada en segundo debate legislativo el 3 de octubre. Otras 108 naciones firmaron los compromisos, pero no han completado el trámite.
La ausencia de alguno de los grandes emisores pondría en peligro el convenio, cuyo objetivo es evitar un aumento de la temperatura media del planeta superior a dos grados Celsius. Estados Unidos debería ser el país menos proclive a causar semejante daño, no solo por la calidad de su ciencia y su vanguardia en la investigación del cambio climático, sino por los efectos ya visibles en su territorio.
Las inundaciones en la costa este de Norteamérica, así como en la costa del golfo, son cada vez más frecuentes y ya afectan a grandes ciudades. Científicos del gobierno han documentado las llamadas “inundaciones de día soleado”, súbitos desbordamientos de un mar crecido hasta niveles preocupantes. Muchas veces las inundaciones apenas alcanzan unas decenas de centímetros, pero eso basta para llenar sótanos, dañar autos, afectar la flora, crear caos vial y envenenar fuentes de agua potable.
En Norfolk, Virginia, sede de la base naval más grande del planeta, los oceanógrafos de la Marina ya dan la voz de alarma sobre la amenaza de las aguas y la ineficacia de las obras desarrolladas hasta ahora para proteger las instalaciones. Sin embargo, los grupos más conservadores del país afirman que el cambio en las temperaturas y mareas es producto de procesos naturales, no causados por la actividad humana. La ciencia mayoritaria sostiene lo contrario, como también lo aceptó el concierto de naciones en París.
Esos mismos países, incluido el nuestro, deben redoblar esfuerzos diplomáticos para defender el terreno ganado en la capital francesa. El camino no fue fácil y la decidida intervención del presidente Barack Obama junto con su secretaria de Estado Hillary Clinton fue fundamental para conseguir la anuencia de China, forjada a partir de la audacia de ambos líderes estadounidenses en la cumbre celebrada en Copenhague en el 2009.
Ese liderazgo norteamericano es indispensable para concretar el acuerdo marco, que fija las metas, pero no especifica, con el detalle necesario, los medios para alcanzarlas. La delicada tarea de forjar esas definiciones será imposible sin la activa participación de una de las naciones más contaminantes y, a la vez, más comprometidas hasta ahora con la necesidad de encontrar soluciones.