La Fuerza Pública actuó el jueves con encomiable decisión al dispersar a un grupo de manifestantes que exigían más presupuesto para las clínicas y hospitales de la Caja Costarricense de Seguro Social. Actuó, también, con la prudencia propia de una policía civilista. Primero, recurrió al diálogo y advirtió a los participantes la ilicitud de cerrar las vías capitalinas. Solo cuando no hubo más remedio, aplicó la fuerza derivada de su legítima investidura.
Menos prudentes fueron los diputados Carmen Granados y Claudio Monge, del Partido Acción Ciudadana. La primera se sentó en una radiopatrulla para exigir la liberación de un funcionario legislativo y terminó rodando por el asfalto. El segundo tiró del brazo a una mujer policía, la hizo caer y luego acabó, también, en el suelo.
En el hospital donde fue sometida a valoración médica, la oficial prometió presentar cargos. Si lo hace, es de esperar que el legislador demuestre el mismo arrojo desplegado en el forcejeo con la joven mujer, en vez de alegar la inmunidad parlamentaria que, dicho sea de paso, no protege a los legisladores del arresto en caso de flagrante delito.
Los legisladores no están por encima de la ley, aunque no siempre parecen comprenderlo. Así lo denotan las cuasicómicas declaraciones de la diputada Granados, quien describió la actuación de la Policía como una “violación a la soberanía”. ¡Y pensar que debe haber aprobado el examen aplicado por el PAC a sus candidatos a legisladores!
Para justificar su vergonzosa actuación, diputados y otros participantes en la revuelta alegan el derecho a la manifestación y sacan a relucir una resolución de la Sala Constitucional que, más bien, concede toda la razón a la Policía. La Fuerza Pública está obligada a garantizar el libre tránsito, y el derecho a manifestarse no comprende un derecho a cerrar las vías, cuando no sea de manera transitoria, a efecto de permitir el desarrollo normal de la manifestación.
La sentencia 3020-00 de la Sala Constitucional reconoce el derecho a manifestarse, pero también la potestad estatal de emplear la fuerza para garantizar el libre tránsito. Aún más, exige al Estado impedir el “uso abusivo” del derecho a la manifestación en detrimento de la libertad de tránsito.
La resolución es un ejercicio de armonización de dos derechos constitucionales. La sentencia reconoce que, en ocasiones, el ejercicio de la libertad de expresión de unos puede limitar la libertad de tránsito de otros.
En consecuencia, la libertad de tránsito no es irrestricta ni su defensa puede ser ilimitada, pero eso no implica la existencia de un derecho específico a interrumpir el tránsito. Por el contrario, el cierre de vías públicas es un delito cuya constitucionalidad está bien establecida.
La interrupción del tránsito es legítima como consecuencia práctica y momentánea de una manifestación pública, pero el cierre deliberado de calles y carreteras es un delito. Según la Sala, esto último constituye un ejercicio “abusivo” del derecho a manifestarse, y el Estado tiene la obligación de impedirlo mientras no se extralimite al punto de desnaturalizar la libertad de manifestación.
Confundir el derecho a la manifestación con un pretendido derecho al cierre de vías es un sinsentido, pero la falta de autoridad le ha venido dando a la confusión carta de ciudadanía. Por eso es encomiable la actitud asumida el jueves por el Gobierno. Una golondrina no hace verano, y el destierro del vicio exige consistencia. El país debe dejar de ser rehén de los grupos, grandes y pequeños, que encuentran en el cierre de vías un vehículo para sus demandas.
Completar la tarea corresponde ahora a los tribunales. Los 36 detenidos el jueves enfrentan cargos de importancia, como desobediencia a la autoridad, alteración del orden público y obstrucción de vías. Se les debe juzgar con todas las garantías de nuestro sistema judicial, pero con la diligencia esperada del Ministerio Público en situaciones de tanta consecuencia social.