Libia no cesa de generar preocupaciones entre los gobiernos africanos circundantes y sus aliados occidentales. La debilidad de las instituciones locales y los enfrentamientos entre las milicias surgidas para derrocar el régimen del coronel Muamar al Gadafi nunca permitieron el asentamiento de un gobierno eficaz. Como sucedió en otros países de la región, el Estado Islámico (EI) aprovechó el vacío para controlar territorio y expandir su influencia.
Poco después de la caída de Gadafi, que gobernó durante cuatro décadas, un aire de libertad pareció emanar de la nación norafricana, con décadas de sufrimiento y ostracismo de la comunidad internacional, que la tuvo en la lista de países promotores del terrorismo. En los años 80, ataques en Europa, como la bomba colocada en un bar de Berlín visitado por norteamericanos, en abril de 1986, fueron atribuidos a agentes de Trípoli. En 1988, la explosión de un vuelo de Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, causó la muerte instantánea de 270 pasajeros, la mayoría de ellos norteamericanos. Libia rechazó las acusaciones formuladas en su contra. Posteriormente, una explosión similar en la línea francesa UTA, sobre Níger, dejó un saldo de 170 fallecidos en setiembre de 1989. Libia nuevamente negó toda injerencia y Gadafi se rehusó a cooperar con las investigaciones iniciadas bajo los auspicios de la ONU.
El país sufrió represalias, como el intenso bombardeo estadounidense sobre diversos blancos, incluida la base del dictador, y las sanciones impuestas por la ONU después de la negativa a cooperar con la investigación de los atentados. También salió a la luz la fabricación de armas químicas y biológicas, así como proyectos atómicos que generaron censuras y nuevas sanciones con fuerte impacto en la economía libia.
Acorralado, Gadafi renunció al terrorismo en el 2003 y accedió a indemnizar a las familias de las víctimas de las dos tragedias aéreas. También clausuró las plantas de fabricación de cohetes y las vinculadas con proyectos atómicos. Así logró reincorporarse al escenario internacional, pero pronto se vio obligado a defenderse de la insurrección de fuerzas rebeldes inspiradas por la Primavera Árabe. Desamparado, el dictador murió a manos de los insurgentes en Trípoli, el 20 de octubre del 2011, pero las esperanzas de una apertura democrática comenzaron a opacarse casi de inmediato.
En medio de las luchas entre facciones, el Estado Islámico logró controlar importantes regiones del país y sigue atrincherado en ellas. En enero, la fuerza aérea estadounidense bombardeó un campo de entrenamiento del EI y causó más de 80 muertes. En los meses siguientes, los militantes del EI y su filial en Irak se reagruparon y lanzaron golpes contra la coalición gobernante en Libia.
Según los países vecinos, Libia está descendiendo al caos y su fragmentación parece imparable ante la multiplicación de grupos que se apoderan de los jirones de territorio resultantes de la lucha armada. Los expertos calculan que el número de combatientes del EI asciende a 5.000 en todo el país.
El temor de Estados Unidos y sus aliados europeos es que la lucha en Libia se desborde a Egipto y otros países vecinos.
Pero el combate contra el EI se dificulta por la confusión creada entre los grupos en conflicto. El caos que se apodera de Libia es visible en las dificultades para distinguir entre luchadores leales al Gobierno y guerrilleros de todo signo que alimentan la yihad.
El futuro de sistemas pluralistas en esas atormentadas regiones de África pareció halagüeño durante un breve periodo histórico, pero el fin de las viejas dictaduras no abrió las puertas a la democracia y en muy pocos países se conservan las esperanzas. En este desenlace hay una lección para las potencias occidentales sobre los límites de sus capacidades para efectuar cambios.