En ausencia de mecanismos alternativos de control, los resultados de la orden de excarcelar a 370 reos para aliviar el hacinamiento de las prisiones suscitó el rechazo de buena parte de la opinión pública. Varios de los liberados incurrieron casi inmediatamente en delitos, incluyendo el homicidio de un comerciante muy apreciado en su comunidad. Poco después, la ciudadanía supo que el 73% de los excarcelados habían sido condenados por asalto.
Ninguno de esos hechos resta fundamento al razonamiento del juez de Ejecución de la Pena Roy Murillo, responsable de la orden. El sistema penitenciario está sobrepoblado en un 36,5%. En menos de ocho años, el número de reos aumentó un 80,4% y la Unidad de Admisión de San Sebastián, donde las autoridades internan a los reos en espera de juicio, está sobrepoblada en un 80%.
Las consecuencias para los derechos humanos y la imagen del país son obvias. Los detenidos se ven obligados a dormir en el piso, los servicios sanitarios y demás infraestructura básica no dan abasto y el hacinamiento impulsa a asumir conductas violentas.
Ahora, el juez Murillo alerta al país sobre otras peligrosas consecuencias de la sobrepoblación de los centros penales. En las cárceles siempre existieron los cacicazgos, las bandas organizadas y el tráfico de bienes, lícitos o no, entre la población detenida. Ahora, dice Murillo, hay indicios del surgimiento del autogobierno de los reos, en detrimento del control correspondiente a las autoridades.
Las visitas familiares, garantizadas por la ley, a menudo dependen del pago de una tarifa de ¢1.500 a los líderes. “La sobrepoblación va transfiriendo poder a los líderes negativos y devaluando el control de la Policía y del personal técnico porque, al final, tienen tantas personas que atender, que humanamente es imposible. No es solo un tema de derechos humanos, sino de seguridad”, afirma Murillo.
Así, el juez añade a la discusión un elemento que faltaba. Las cárceles hacinadas son un riesgo para la seguridad nacional, no solo por la incompatibilidad de las condiciones de sobrepoblación con los esfuerzos de rehabilitación, sino también por el peligro de fugas, el aumento de los homicidios y la posibilidad de un estallido como los sucedidos en tantos otros países vecinos.
Las autoridades del Ministerio de Justicia dicen tener el control de las cárceles, aunque no niegan la existencia de anomalías como los cobros entre reos. Sin embargo, también se ven obligadas a admitir la dificultad de ejercer labores de vigilancia y control. Aceptan, además, la existencia de “intentos” de autogobierno.
Quizá las autoridades no se atrevan a garantizar la detección oportuna del momento en que el autogobierno pase del intento y sea demasiado tarde para evitar un incidente de grandes proporciones. Las experiencias habidas en otros países apuntan a esa posibilidad.
Lo importante de la intervención del juez Murillo ante los miembros de la Comisión de Seguridad de la Asamblea Legislativa es la noción de que las cárceles sobrepobladas son un riesgo en sí mismas. La seguridad no está ganada con el encierro de delincuentes, si no se prevén las condiciones necesarias, incluyendo la posibilidad de aplicar medidas alternativas, como la vigilancia electrónica, cuando las circunstancias lo permitan.
El plan de vigilancia con brazaletes electrónicos está varado en la Comisión Plena Tercera del Congreso y constituye, por lo pronto, la única innovación planteada en esta materia. Es preciso ampliar las posibilidades porque la construcción de las cárceles proyectadas no dará abasto. Lo sabemos de antemano y, aunque las nuevas instalaciones harán mucho por aliviar el hacinamiento, si la población penitenciaria sigue creciendo al mismo ritmo, el problema no tardará en volver a presentarse. Conocidas las limitaciones, el país no debe esperar a alcanzar un momento crítico antes de pensar con detenimiento sobre las alternativas.