Las elecciones generales celebradas hace una semana en Austria vuelven a poner sobre el tapete el giro a la derecha de una porción creciente del electorado y llaman la atención al peligro que se cierne sobre Europa. El conservador Partido del Pueblo, liderado por el ahora secretario del Exterior Sebastian Kurz, tomó la delantera en las urnas por encima del tradicional árbitro de la política austríaca, el Partido Social Demócrata, y del ultraderechista Partido de la Libertad. Para conseguir la victoria, los conservadores adoptaron buena parte de la agenda de la derecha extrema. En total, un 58 % de los electores votaron por las agrupaciones de ese lado del espectro político.
El leitmotiv de las fuerzas que impulsan el viraje hacia la derecha es la migración. Las imágenes de pobres y desolados musulmanes provenientes, en su mayoría, de los campos de guerra en Siria, alarman a la conservadora sociedad austríaca. Por si faltara, emigrados de otras regiones africanas cruzan el Mediterráneo en frágiles embarcaciones para tocar las puertas de Europa.
Como se observa en casi todo el Viejo Continente, el ingreso real o potencial de esa migración masiva impulsa la tendencia derechista en cruciales pulsos electorales. En Austria, la victoria fue para un atractivo joven candidato, de 31 años, montado en una ola populista, saturada de racismo, aunque su agrupación tradicionalmente se definió como de derecha moderada.
En Francia, sigue viva la amenaza del Frente Nacional y en Bélgica la Vlaams Belang, ambas de tendencia filonazi. En Alemania, la magistral e histórica líder de la democracia cristiana, Ángela Merkel, logró guiar la conciencia de sus conciudadanos para abrir las puertas a cerca de un millón de migrantes asentados en una zona poco controversial, en modernas viviendas y con acceso a una educación laica, pero los últimos comicios golpearon su hegemonía, sin desbancarla, aunque de forma notable. En Suecia, las fuerzas políticas gobernantes aislaron a los extremistas, mientras en Noruega los invitaron al gobierno para intentar anularlos.
En los países que conforman el Visegrad centroeuropeo existió hace años un notable optimismo por la incorporación a la Unión Europea y a la OTAN. El ideario se enfocaba en revigorizar las instituciones de conformidad con una visión democrática. Aquel optimismo se desvaneció a la sombra de figuras como Víktor Orban, en Hungría, Jaroslaw Kaczynski, en Polonia, y Milos Zeman, en Eslovaquia, todos de corte autoritario. Esa camada de dirigentes no desaprovecha oportunidad para lanzar ataques contra la apertura migratoria y las conquistas pluralistas en los medios de prensa y la judicatura.
Sin embargo, las corrientes de este decenio podrían cambiar de rumbo. El politólogo Dalibor Rohac describe, en su reciente obra La nueva Europa, el surgimiento de agrupaciones cuyos líderes procuran emular al francés Emmanuel Macron, quien rescató a su país del Frente Nacional y se ha constituido en líder de la sensatez mundial.
Esta renovación de las fuerzas democráticas en el molde de Macron se traduce en movimientos capaces de desbancar a la gavilla de autócratas centroeuropeos legada por el decenio previo. El imperio de la juventud democrática buscaría nuevos derroteros para renovar las esperanzas de países que ya sufrieron, a lo largo de la historia, las consecuencias del ímpetu racista y xenófobo explotado por la derecha en Austria. Sebastian Kurz debe decidir si su coalición de gobierno se completará con la derecha extrema o renovará la alianza con el centro-izquierda. La decisión repercutirá en toda Europa.