La inversión extranjera directa en zonas francas entre el 2010 y el 2012 alcanzó los niveles más altos de la historia, dice Gabriela Llobet, directora ejecutiva de la Coalición Costarricense de Iniciativas de Desarrollo (Cinde). La suma invertida en esos tres años supera en 62% la del trienio anterior.
Atraídas por las ventajas del régimen, 40 nuevas compañías se establecieron en las zonas francas costarricenses y crearon 8.236 puestos de trabajo, una de las principales contribuciones del sistema al bienestar nacional.
Los datos son halagueños, pero esconden un fenómeno preocupante: la progresiva disminución de los montos invertidos entre el 2010 y el 2012. En el primero de esos años, las zonas francas atrajeron $790 millones. En el 2011 fueron $679 millones y el año pasado la suma cayó a $535 millones.
El fenómeno en nada demerita la tesonera labor del Ministerio de Comercio Exterior y aliados como Cinde. Por el contrario, enfatiza el valor de los esfuerzos desplegados para atraer inversiones. Sin ellos, la situación sería mucho peor. La caída en la inversión responde a consabidas limitaciones internas en materia de infraestructura, educación, clima de negocios y tarifas eléctricas, pero nada pesa tanto como la creciente competencia internacional.
Otros países se empeñan en ofrecer a los inversionistas mejores condiciones, tanto más cuando sus desventajas comparativas exigen tirar la casa por la ventana.
En muchos casos, llegan al extremo de regalar los terrenos o contribuir al pago de salarios. Costa Rica no necesita enriquecer su oferta con ventajas tan radicales, pero es peligroso dar la competitividad por sentado.
La superación de las limitaciones internas es una tarea compleja. No sería justo afirmar que alguno de los frentes críticos esté abandonado. El progreso no es el deseable en todos los casos, pero hay iniciativas en los campos de la infraestructura, la educación, la tramitología y la generación eléctrica. Sin embargo, las soluciones no se darán de la noche a la mañana y mientras se concretan, el país deberá recordar, también, sus desventajas.
Es necesario acelerar la respuesta a nuestras limitaciones, pero, sobre todo, es indispensable pensarlo bien antes de crear, por nuestra cuenta, nuevas desventajas. Estuvimos a punto de hacerlo cuando el Gobierno aceptó, a regañadientes, la imposición de mayores responsabilidades tributarias a las empresas establecidas en zonas francas. La concesión se hizo para dar viabilidad política a la reforma tributaria malograda, por razones de procedimiento, luego de su aprobación en el Congreso.
Tarde o temprano, la necesidad de una reforma tributaria volverá a aflorar. En ese momento convendrá preguntarnos cómo se habría visto afectada la inversión en zonas francas si la ley de solidaridad tributaria hubiera entrado en vigencia. El planteamiento del Gobierno tenía importantes méritos, incluida su progresividad, pero los cambios destinados al régimen de zonas francas se hicieron bajo vehemente protesta del Ministerio de Comercio Exterior.
La ministra Anabel González advirtió del peligro del cambio en medio de una histórica crisis económica mundial, acicate de la más feroz competencia por los recursos disponibles para la inversión. Las cifras de los últimos tres años podrían estar dándole la razón.
Estudios de la Promotora del Comercio Exterior (Procomer) indican que por cada dólar de exoneración de impuestos, las zonas francas dejan al país $8. Las empresas instaladas al amparo del régimen crearon unos 65.000 puestos de trabajo directos que, en promedio, pagan un 60% por encima de los salarios del mercado nacional. De esas empresas dependen, además, unos 120.000 empleos indirectos. Los encadenamientos con proveedores locales van en crecimiento y la participación del sector en las exportaciones de bienes y servicios supera el 45%, en el primer caso, y el 32%, en el segundo. Son beneficios que vale la pena cuidar.