En la noche de Año Nuevo, el presidente Evo Morales, rodeado de sus más cercanos colaboradores, anunció la rescisión del reciente decreto que había eliminado los subsidios para los combustibles. Este paso atrás obedeció a la espiral de protestas por la medida que tuvo el efecto inmediato de incrementar los precios al público del diesel y la gasolina en el orden del 80 por ciento. La conmoción social resultante de este severo golpe a los bolsillos de los consumidores, perfilaba claramente el final del gobierno chavista de Bolivia y, sin más opciones para tranquilizar al país, el mandatario debió cancelar la explosiva medida.
La realidad insoslayable que Evo tenía a la vista era que la ola de disturbios sociales, manifestaciones populares y huelgas de trabajadores evocaban aquellas que en el pasado enviaron al exilio a varios presidentes. Hasta hace poco Evo Morales lucía inmune a tal suerte. Electo en el 2005 y reelegido en 2009 por una inédita mayoría, el cocalero ha contado con el apoyo del estrato indígena, preponderante (alrededor del 85 por ciento, incluyendo mestizos) en el mapa social boliviano.
Gracias a ese respaldo, Evo, como popularmente se le ha llamado a lo largo de su carrera pública, logró que se aprobara una nueva Constitución –de inspiración chavista—y pudo desarticular numerosos reclamos de diversos sectores que amenazaban desestabilizar su mandato, en especial las demandas de autonomía regional y las reivindicaciones planteadas por sindicatos mineros. Por cierto, como dirigente de los cultivadores de la coca, en el 2003 y 2005, Evo encabezó los movimientos que derrocaron a los presidentes Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa, respectivamente.
El áurea de invulnerabilidad, sin embargo, desapareció con la promulgación del controversial decreto sobre los combustibles. Evo, sospechosamente en Caracas, encargó a su vicepresidente, Enrique García Linares, firmar la orden. La agitación social no se hizo esperar y pronto se expandió por todo el país.
La violenta reacción popular reflejó el duro impacto de dichos aumentos en los bolsillos de los asalariados y de los pequeños empresarios como los transportistas y tenderos. También apuntó al resquebrajamiento del placentero universo de los subsidios, un sueño de opio estimulado por las promesas de Evo de repartir las riquezas de los hidrocarburos entre los más necesitados, en particular la masa indígena.
De manera significativa, estos estratos sociales fueron los primeros en lanzarse a las calles para protestar iracundos por esta traición a los principios chavistas endulzados por Evo. Sobre todo, la participación activa en las demostraciones de los pobladores del marginado vecindario del Alto, fue emblemático de la gravedad de la situación surgida. Al apretón de los combustibles se unió un coro de rumores que a su vez provocaron estampidas de manifestantes en pos de alimentos básicos. El cuadro se complicó con confesiones oficiales de crisis fiscal y hasta la declaración de la ministra de Educación sobre la insuficiencia de fondos para pagar aguinaldos a los maestros.
Como resultado de todos estos factores, el público se lanzó también a protestar por las presuntas causas de la crisis fiscal. En especial, se apuntó a los desmanes “faraónicos” del mandatario tales como su lujoso jet presidencial y el costoso satélite espacial comprado a China. En igual sentido han proliferado las denuncias sobre el crecimiento desbocado de la burocracia estatal, la multiplicación de nuevos ministerios, el desborde de la corrupción oficial y el ostentoso consumismo de un sinnúmero de funcionarios.
El horizonte desolador que se cernía sobre el país contrastaba con el idílico canto de sirenas chavista. Los apuros que viven los bolivianos no son muy distintos de los que prevalecen en Venezuela, también en franca crisis económica. Precisamente, Hugo Chávez se convirtió en el personaje más vilipendiado por las masas de bolivianos que inundaron con sus protestas las calles de las principales ciudades.
De este trasfondo ha emergido la historia de los problemas financieros de La Paz con Caracas. Resulta que la política oficial de hidrocarburos, un conjunto de medidas contra las empresas extranjeras, ha tenido el poco saludable efecto de estancar la producción nacional. De esta forma, un alto porcentaje (más del 55 por ciento) del diesel que se consume en Bolivia es importado de Venezuela con un costo anual de $300 millones, hasta ahora satisfecho con créditos de Chávez. Sin embargo, ya hay un monto en descubierto en exceso de $600 millones que el hermano Hugo exige se le cancele pronto para permitirle pagar sus planillas. El cálculo de firmas consultoras privadas es que el costo anual de los subsidios a los combustibles asciende a alrededor de $400 millones, monto que se esperaba obtener del fallido corte de dichos subsidios.
Es fácil comprender el amargo desengaño de tantos hogares bolivianos. Sus dimensiones fueron subestimadas por Evo quien se vio obligado a retornar a Bolivia de prisa. Su operación de salvamento incluyó reuniones con la dirigencia de organizaciones de su base electoral y un discurso a la nación en el que hizo una serie de ofrecimientos de elevación de salarios mínimos y doble aguinaldo para diciembre del 2011. Analistas del sector privado puntualizaron que todas estas ofertas se quedaron muy cortas del impacto del “gasolinazo/dieselazo” que se le recetó al país.
Pero de nada sirvió el intento del gobierno por aplacar los ánimos. Desde luego, le será muy difícil a Evo superar su déficit hacendario, pero el faltante que más habrá de agobiarle es de credibilidad.