La construcción de una democracia es tarea que corresponde a toda la sociedad, pues ella es -según lo definieron los griegos- el gobierno del pueblo. Por eso, cuanta mayor sea la oportunidad de participación popular, más cerca se puede estar de ese concepto.
Una de las formas participativas -muy importante, pero no por eso suficiente- es el derecho al sufragio. El ejercicio libre, abierto y honesto de este contribuye a marcar la diferencia con cualquier tipo de dictadura.
En nuestro país, el voto indudablemente ha sido una de las principales conquistas ciudadanas y el hecho de que, cada cuatro años, podamos emplearlo con la plena confianza de que nuestra voluntad será respetada explica mucho de la estabilidad política costarricense.
Sin embargo, a partir de los 60, los partidos políticos, sobre todo los más poderosos, han recurrido a una práctica que, en aras de lograr atraer más votantes a las urnas, es nociva.
Con tal de asegurarse votos, la víspera y el día de los comicios se derrochan millones de colones en jalar a la gente para que acuda a sufragar. En lugar de estimular al elector a ejercer su derecho en el lugar donde reside, los dirigentes han alcahueteado a millares de personas que no realizan el traslado pues saben que -al menos en esa fecha- son los niños mimados.
Es alentador, por tanto, que desde ahora se esté pensando en implementar -en las primeras elecciones del siglo XXI- el sufragio por medio de una cédula con una banda electrónica, en la cual estarán contenidos todos los datos personales.
No solamente se estará aprovechando la tecnología para hacer de la votación un acto más sencillo y expedito, sino que (y esto es lo más importante) se enterrará ese chineo que ha tergiversado el verdadero sentido de votar.
La elección debe ser expresión genuina de voluntad.