“¿Qué es la vara?” –me matoneó, hace unos años, un armario parlante de casi dos metros. La “vara” en cuestión era que el tipo había aventado una bolsa de basura desde su carro en movimiento y yo le había reclamado, cosa que le molestó muchísimo. No fue mi mejor momento, lo confieso. Paró, se bajó y entonces la disyuntiva se puso sencillísima: o hacerme una maleta con él en plena calle (y, sin duda, ser hecho papilla) o seguir de lejos, con el rabo entre las patas y el tipo fregando por un buen rato detrás de mí, que fue lo que ocurrió hasta que apareció de milagro un tráfico y el rinoceronte siguió de largo.
En fin, pensaba en estos días en lo de “feliz Navidad” cuando me asaltó el inoportuno recuerdo ese, con una pregunta agregada: ¿Le desearía yo felices fiestas al gordo matón, un ser antiecológico para más inri? Y, como una pregunta lleva a la otra, rápidamente la vaina se puso filosófica: ¿a quién desea uno “feliz Navidad”? ¿Qué queremos realmente decir cuando pronunciamos ese deseo?
Tantos años después, creo que me costaría mucho desearle unas felices navidades al tipo ese. O decírselo sin sentirme un gran hipócrita. A menos que... a menos que le diera a ese deseo un significado distinto. Si lo redefino y lo pienso como una aspiración, como una esperanza de que ojalá se convierta en una mejor persona, resulta entonces que sí, se lo podría decir y con gusto.
Detrás del “feliz Navidad” que repartimos a diestra y siniestra por estos días a los seres que queremos y a los que nos tienen sin mucho cuidado, hay siempre el enigma del significado profundo. Digo, si uno no usa la frasecita como una muletilla vacía. Así, cuando abrazo y digo “feliz Navidad”, tengo una convicción íntima, que es además literal. En otras ocasiones, las palabras carecen de esa ternura pero retienen un sentido hasta lúdico de que las personas encuentren, en la reflexión, una luz distinta para sus vidas. Finalmente, también lo empleo como un vago deseo de que los sinsabores y hasta la tragedia se estén de larguito por estos días.
Así como los verdes del país son infinitos y se acompasan con delicadeza, así de inagotables son los deseos escondidos detrás de dos palabras. Por eso quiero explicarme: cuando en esta columna –un escrito público– deseo “feliz Navidad” a quienes la leen, la mayoría de las personas que no conozco, quiero transmitir mi anhelo, hasta irreal, de que ojalá en estos días finales nos iluminemos y vislumbremos maneras de convivir entre nosotros con más paz y tolerancia. Es mi esperanza.