Solo seis de los 26 embajadores nombrados por el presidente, Luis Guillermo Solís, son diplomáticos de carrera. No hay motivo de alarma. Son puestos de confianza del mandatario y abundan las razones para evitar una selección impuesta por la antigüedad y otros parámetros comunes de la burocracia.
Muchos de los mejores embajadores costarricenses no salieron de las filas de la diplomacia profesional. Primero destacaron en diversos campos del quehacer nacional, como la ciencia, el periodismo, las artes, la empresa y, también, la política. Esos méritos los hicieron dignos de representarnos en el extranjero.
¿Hay algún motivo para preferir a un burócrata estudioso y constante? En la pregunta no hay intención de expresar menosprecio por la carrera diplomática, pero sí de cuestionar la corporativización del servicio exterior, convirtiéndolo en coto exclusivo de quienes exhiban la paciencia requerida para esperar ascensos como consecuencia inevitable del paso del tiempo y la acumulación de requisitos predeterminados.
El servicio exterior profesional desempeña un papel importante. Su existencia preserva la memoria institucional de la Cancillería y acrecienta el acervo de experiencia. También es capaz de proveer funcionarios eficaces, apoyo indispensable para las misiones nacionales en todo el mundo. Pero sería un error verlo como cantera exclusiva de embajadores, aunque los ha dado, y muy buenos.
El Gobierno debe contar con la flexibilidad requerida para adecuar la representación nacional a las características sociales y culturales del país sede, con especial consideración para las condiciones políticas del momento y el estado de la relación bilateral. En el caso de los organismos internacionales, la agenda costarricense y la aptitud del embajador para desarrollarla es un factor determinante.
Sin embargo, la libertad del presidente para escoger a los embajadores debe estar sujeta a la idoneidad de los designados. El problema surge cuando las representaciones diplomáticas, como en muchas ocasiones ha sucedido, se convierten en premio político y recompensa partidaria.
La experiencia de décadas confirma la existencia de desviaciones semejantes. Por eso, los nombramientos políticos están siempre sujetos a la sospecha y muchos se inclinan por “automatizar” el servicio exterior, sujetándolo a parámetros pretendidamente objetivos que tampoco garantizan los mejores resultados. Los presidentes siempre quedarán expuestos al reclamo de la opinión pública, si depositan mal su confianza. Ese, en último caso, es el imperfecto mecanismo de control de los nombramientos.