El presidente de Perú, Alberto Fujimori, merced a su aplastante triunfo electoral del domingo, debe permanecer en el poder hasta el año 2000, fecha cabalística esta en la que el mundo --ignoro la razón de ello-- tiene puestas muchas esperanzas.
A la victoria de Fujimori se le dan varias lecturas, pero hay una que se constituye en factor determinante: Perú, su gente, estaba ansiosa de orden.
Cuando una nación ha mantenido tradicionalmente instituciones republicanas, que por el respeto entre sus estamentos han permitido discurrir su vida nacional en un marco de orden y seguridad, estos factores no adquieren el valor que realmente tienen y, como en el caso de la salud, solo cobran proporciones invaluables en el momento de perderse.
Los peruanos han visto en Fujimori la persona que puede conducir sus destinos, con mano firme --puesta ya a prueba después del autogolpe-- lo que tantas críticas hemisféricas desató. Los resultados dados a conocer después de los comicios parecen indicar, sin el menor riesgo, que el país, como un todo, lo absolvió.
Las casillas del haber y el debe del Presidente de esa nación andina arrojan un saldo favorable para este hombre que en las elecciones de 1990, dado su origen humilde, todo parecía tenerlo en contra. Cinco años después, la virtual erradicación de la guerrilla, y con ella el temor y la zozobra, imprimió la suficiente confianza para el retorno de las inversiones, y así la esperanza de un futuro mejor.
En la historia reciente de los pueblos, con antecedentes como el de Perú, la reclamación más reiterada de los que no tienen nada es paz y orden. Las otras cosas --bienes, servicios, progreso-- son importantes, pero esas promesas tardan mucho en llegar, si acaso llegan.
Lo más inmediato, palpado ya en ese país, es un clima de orden aceptable. Sedientos de ello, los peruanos le dieron luz verde a Fujimori.