Hace unos cuantos años, en el transcurso de una mesa redonda, escuchamos a alguien afirmar: “Está bien que la clase política la integremos nosotros los intelectuales”. Lo decía una participante, sin duda, no advertida de que era público y notorio que su carrera de dirigente estaba estrechamente ligada a las generosas contribuciones monetarias de su familia a un partido político. Dicho de otro modo, si aquella apparatchik formaba parte de una clase, esta era solo económica, lo que, para su caso, hacía innecesaria una definición del concepto de “clase política”, y, para llamarse “intelectual”, le bastaba con enarbolar su título universitario común y corriente. Nos vino a la mente una cita de Norberto Bobbio que ahora solo podríamos repetir de memoria y, pese a ello, con bastante fidelidad: “Cuando los intelectuales, creyendo que forman una clase separada, distinta de las clases sociales y económicas, se atribuyen una función privilegiada, es señal de que el organismo social no funciona bien”.
Ya que la cita es de Bobbio, nos parece razonable esbozar algo que recordamos como una veta importante de su pensamiento político: que la democracia es una realidad solo en la medida en que la voluntad mayoritaria prevalece, pero sin que eso signifique la castración del derecho de las minorías a manifestar su disentimiento. Cualquiera que sea el resultado numérico de un proceso electoral –en la democracia, se entiende–, el derecho y el deber de la oposición son el mismo: hacer oposición. Todo intento por limitarle esa doble función a una minoría es una aproximación a la dictadura que merece el nombre de “criptofascismo”. O “criptostalinismo”, que viene a ser lo mismo.
Lo señalamos porque nos parece percibir, en los círculos académicos, la voz de quienes, autodenominándose “intelectuales” y, por lo tanto, sintiéndose integrantes de una clase –ya que no una raza– superior, exigen desde sus medios de difusión que las personas y los partidos políticos autocercenen su derecho a disentir. Les regocija el “chequenblanquismo” de un partido ajeno al Gobierno, que ha decidido someterse a un suicidio lento (¿de quién es la consigna: “Haced profecías porque las profecías tienden a cumplirse”?), pero, con respecto a los grupos parlamentarios o diputados aislados que intentan disentir democráticamente, esgrimen látigos argumentales de matiz totalitario que nos recuerdan los hábitos de los “intelectuales” cubanos afectos a la dictadura batistiana. Lo más lamentable es que ese fenómeno se estaría incubando en un ámbito académico que parece dirigirse peligrosamente hacia un abismo de uniformidad.