Nunca lo hice, pero debí hacerlo: llevar un registro de las veces que me recetaron un “no se puede”, cortito y seco, cuando aquí en Costa Rica pedí algo; y, luego, compararlo con las veces que me dijeron “sí, déjeme ver qué puede hacerse”. Sospecho que, en mi caso, el “no se puede” gana por tandeada.
Esa es mi experiencia, y vieran que ya estoy bien entrado en la cincuentena. Sospecho, sin embargo, que la mía es la situación de muchos. Por ejemplo, en una soda cuyo menú anuncia “huevos revueltos”, uno pide si los pueden hacer fritos, y la mesera responde que nones, que solo lo del menú. O, por supuesto, cuando en una ventanilla uno acaba con las manos vacías porque faltaba tal o cual sello –que hasta ahora piden– estando todo lo demás en regla. Y, así, muchos “no” a diestro y siniestro.
Entiendo que el “no se puede” es un límite sano en muchas ocasiones: las señalizaciones de tránsito, el semáforo rojo, no colarse en una fila, no tirar los desechos en media calle y no robar ni pedir u ofrecer mordidas. Hay muchos “no” que son indispensables para la convivencia cívica, pacífica y, en especial, para la gestión honrada de los asuntos públicos.
En esos tipos de “no” tan necesarios para la vida social, el problema es que en este valle de lágrimas, finalmente, todo se termina pudiendo, pero por métodos jodidos. Son “no” que no son tan fieros como se pintan. Nadie puede meterse a sembrar o construir en un área protegida, hasta que un estudio revela que sí se pudo. Ojalá en estos casos, el “no se puede” hubiese sido de verdad.
El caso es que hasta para decir que “no”, hay que pensar, tener sensibilidad y análisis de situación. A mí me preocupan los “no se puede” originados en la falta de imaginación o en la aplicación mecánica de la rutina con menosprecio a la necesidad; me joden las negativas derivadas de la pereza mental o la falta de empatía. En una palabra, me pudren los “no” cuando las razones a favor del sí pesan más, cuando paraliza todo aunque cause un daño social o individual mayor.
Todo muy bien, mi estimado Varguitas, pero ¿cómo saber cuando estamos frente a un “no” arbitrario o frente a uno razonado y necesario? Concedo que en ocasiones la frontera es poco clara, pero digo que si creamos una cultura de innovación y de responsabilidad cívica desde niños, elevaríamos el chance de que cuando a uno le digan que no, es porque se lo merece.