Cuando uno promete, ¿a qué es lo que realmente se obliga? Pues, depende, diría un vivazo. Si me comprometo a “intentarlo” –como cuando en Costa Rica le dicen a uno: “trataré de tenerle el trabajo tal día”– la verdad, uno no se obliga a nada. Es como llegar al matrimonio, prometer que tratará de ser fiel y, a la semana, llegar despapayado diciendo: “mi amor: traté, no lo logré, pero cumplí: lo intenté”. La promesa sobre el proceso y no sobre los resultados es, por cierto, muy común en nuestro país.
Descartemos, pues, las promesas fraudulentas y centrémonos en las que son en serio. Cuando uno se obliga a cumplir con algo: ¿me he comprometido a llevarlo a cabo, a pesar de todos los pesares? ¿O a cumplir sí y solo sí se mantienen las condiciones vigentes al momento en que hice la promesa? En ese caso, esta es totalmente condicional, aunque ello no se haya hecho explícito en el momento.
Si digo a un amigo “te prestaré plata” y, tiempo después, cuando viene por lo prometido, uno reniega del compromiso: “en ese momento tenía con qué, ahora no”, ¿soy un cínico? Aquí estamos en situación resbalosa. Si, en efecto, no se están buscando excusas para zafar, sino que realmente hubo un cambio drástico de condiciones que impiden cumplir, creo que triunfa el principio de que “nadie está obligado a lo imposible”. Fregado, pero defendible. En todo caso, ninguna persona honorable que procura cumplir las promesas quisiera estar en esa posición.
Cuando un político se compromete públicamente ante la ciudadanía y dice: “mi gobierno creará 100.000 empleos”, ¿qué es lo que promete? Tomemos en cuenta, en primer lugar, que una promesa así la hace en general, no a una persona en particular. En segundo lugar, aunque uno vote por él, su promesa no es un contrato que pueda llevar a los tribunales para que lo fuercen a cumplir. Y, en tercer lugar, él siempre puede decir: “Cuando hice la promesa, no sabía que el gobierno anterior había dejado las cosas tan mal”.
En el terreno ideal, un político sería avaro con las promesa para evitar incumplirlas, y la ciudadanía, escéptica con ellas, sabiendo que su cumplimiento es improbable. En la práctica, sucede lo contrario: los políticos tienen diarrea de promesas y la mayoría de votantes se va de jupa. Esto es una debilidad de la democracia que ojalá pudiéramos minimizar en esta campaña electoral: ¿para qué recrear un teatro de lo absurdo?