Vanidad de vanidades. Hace dos semanas, el presidente Donald Trump regresó de su tournée por el reino saudita pavoneándose en su papel como el profeta de la paz en los áridos desiertos que alguna vez recorrió triunfante Lawrence de Arabia.
Pero qué frágiles resultan los embustes. Su Boeing presidencial aún no había despegado para el siguiente destino, cuando uno de los más bravos pleitos de Levante reencendió las ondas noticiosas. De nuevo las llamas ardían al desafiar Catar a la dinastía de los saudíes como potencia hegemónica de la región.
Era un asunto discutible, pero fue Trump, durante su estadía en Riad, quien ungió a los sauditas como jefes y señores de la zona. Sin embargo, pensarían algunos contertulios árabes, ¿quién se creía ese exótico sheriff estadounidense? El fogón ardió cuando los jeques cataríes le ordenaron a Al-Yazira, portavoz del régimen, alabar a Irán y atribuirle al grupo terrorista Hamás la representación legítima del conglomerado palestino.
Una andanada invita una respuesta fulminante. Y así sucedió, porque, de seguido, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Yemen, Egipto y Libia rompieron relaciones diplomáticas y de todo orden con Catar, y ordenaron clausurar los respectivos espacios aéreos y marítimos y bloquear a Al-Yazira del mapa. Catar, donde se ubica una base militar norteamericana, replicó que las acusaciones en su contra eran falsas y las acciones tomadas por esas naciones atentaban contra la soberanía catarí.
Días antes de su triunfal viaje, Trump invitó a Henry Kissinger a una reunión en la Casa Blanca, suponemos para aprender algo de relaciones internacionales. Nos parece que el conocimiento enciclopédico del laureado diplomático y estadista resultó incomprensible para el actor de Hagamos un trato por la televisión.
El acto siguiente de este drama se produjo con las declaraciones dadas a la prensa del secretario de Estado norteamericano, Rex Tillerson, quien predicó la paz mediante pláticas en algún foro apropiado. Por supuesto, no se atrevió a proponer la Casa Blanca.
No obstante, recordemos las veleidades y humores cambiantes de los jeques. Sobre todo, al pensar en las risotadas de los europeos, quizás algún vivo en la Casa Blanca advierta a los protagonistas árabes bajar el tono y retornar a las tiendas de la negociación. Los dictados de la presidencia de Estados Unidos, aunque no lo parezcan, no son juguete y tienen garras y colmillos.
Y, al final, quedó pendiente el tamal palestino-israelí. Así que, muchachos, de vuelta al negocio.