Nos encontramos en el crepúsculo de una era del desarrollo nacional y con una urgente necesidad de cambiar nuestra estrategia. Me explico.
En el primer siglo de vida independiente, las élites nacionales estuvieron buscando el producto que, mediante su exportación, impulsara sus fortunas y, en alguna medida, el progreso de la sociedad. Para ellos, la idea era encontrar la llave que abriera las puertas del paraíso.
Sus afanes tuvieron un gran éxito de desarrollo (el café) y una tragedia (el banano), este último por haber sido producido bajo las condiciones vergonzosas de un enclave.
Al promediar el siglo XX, Facio, Figueres y otros pensadores concluyeron que la cuestión del desarrollo no pasaba tanto por “pegar” la lotería del producto adecuado, sino por modificar el “parado” del país ante el mundo. Que era irreal esperar que un solo producto se encargara de resolver nuestros problemas.
Era la hora de impulsar algo distinto: el diseño deliberado de una ingeniería de políticas e incentivos, sin apostar por un producto en particular, a fin de aprovechar las oportunidades del entorno internacional y sacar punta a las ventajas comparativas del país. Se buscó abonar el terreno y ver qué crecería.
En esa tesitura se impulsaron, secuencialmente, dos estrategias distintas. Entre 1960 y 1980, sin abandonar la agroexportación, se abrazó la sustitución de importaciones mediante una industrialización liviana fuertemente protegida. En los 90, el barco se reorientó hacia la apertura del sector externo y la atracción de inversión extranjera directa.
Costa Rica está hoy mucho mejor que hace cincuenta años. Sin embargo, la era de la ingeniería de incentivos no resolvió un problema clave: crecimos económicamente porque agregamos más gente al mercado de trabajo e invertimos más capital; sin embargo, nuestra productividad se movió lenta y hoy no alcanza para enfrentar el envejecimiento poblacional y sostener el régimen de bienestar social. Somos cada vez más insostenibles.
La tercera era de desarrollo, a la que debemos entrar, es la del gran salto en productividad. No se trata de destruir, sino de adaptar e innovar.
La clave está en desatar una “cruzada” a favor del emprendedurismo, la innovación y la inclusión productiva y convertir al país en un laboratorio de punta de cadenas globales de valor donde participe la mayor parte del aparato productivo nacional. Ese es el reto.