La planta Miravalles III pasó a manos del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), cuyo presidente ejecutivo celebró el éxito del proyecto, valorado en $64 millones y capaz de satisfacer el 14% del consumo nacional. Tan importante como la infraestructura recibida son las lecciones aprendidas, si los prejuicios no impiden reconocerlas.
Para comenzar, el proyecto se ejecutó sin presión alguna sobre las finanzas del ICE. Es un exitoso ejemplo de concesión de obra pública, en la modalidad conocida como BOT. El inversionista privado financia la obra, la construye y la explota durante determinado número de años para recuperar la inversión y su rendimiento. Luego, entrega las llaves al Estado.
En este caso, la inversión, construcción y operación durante 15 años corrieron por cuenta de un consorcio formado por la empresa estadounidense Oxbow Power y la japonesa Marubeni.
En 1997, cuando se les adjudicó el proyecto, el ICE no contaba con los recursos necesarios para ejecutar la obra. La empresa privada los proveyó y la planta se levantó sin riesgo financiero para el instituto y en ausencia de los traspiés, atrasos, pérdidas y ajustes de costos que hemos aprendido a esperar en las obras del Estado.
La concesión de obra pública funciona y permite contar, de manera oportuna, con obras necesarias para el desarrollo, aunque las arcas del Gobierno no atesoren los recursos necesarios. Una segunda lección, corolario de la primera, es que hay un papel para la empresa privada en la tarea de enriquecer y diversificar la matriz energética.
Miravalles también deja enseñanzas sobre la explotación de la enorme riqueza energética del subsuelo nacional. La planta opera en las faldas del volcán homónimo y, lejos de causar un desastre ecológico, su impacto ambiental es descomunalmente favorable. Los técnicos sabrán calcular cuántas toneladas de gases de efecto invernadero se ahorró la atmósfera a lo largo de 15 años de producción de energía limpia en cantidad suficiente para colmar las necesidades de 60.000 familias.
Renunciar a la participación privada, o a la explotación de la geotermia, es restarnos oportunidades de desarrollo, encarecer el costo de la energía y alejarnos un tanto más de la improbable meta de alcanzar la carbono-neutralidad a corto plazo. El Congreso y el Ejecutivo harían bien si reflexionan sobre las lecciones de Miravalles y renuncian, más bien, a los prejuicios que hasta ahora han dictado la política energética.
(*) El autor es director de La Nación.