Al final de la cena, el francés comentó que, a pesar de lo terrible que había sido la ocupación nazi de su país, de vez en cuando la resistencia mataba a uno de los “bastardos de las Waffen SS ”; por el contrario, en Sudáfrica, donde los negros superaban a los blancos en la proporción de trece a uno, en una ciudad como Johannesburgo ni un solo blanco había sido atacado. “En la calle”, les dijo, “lo único que tienen ustedes que hacer es cerrar los brazos y ahogarán al blanco. Ni siquiera necesitan armas. Trece a uno. ¿Qué demonios es lo que pasa?”.
Un dirigente del Congreso Nacional Africano le explicó: “Los cristianos tienen los Evangelios, ustedes, los judíos, tienen el Talmud, el Antiguo Testamento, la Mishná, mis camaradas comunistas tienen en su mesa El Capital (los musulmanes tienen el Corán, pudo haber añadido), pero nosotros, los negros, no tenemos ningún Libro”.
Era obvio que en aquel contexto la palabra Libro no significaba lo mismo que la palabra libro empleada normalmente para designar esos objetos de estantería en los que están depositados todos los saberes y todas las ideas del mundo. Para el dirigente sudafricano, a quien la policía del régimen supremacista habría detenido de haberse dado la oportunidad, un Libro era algo que podía convertirse de pronto en ciega justificación de la intolerancia dogmática o, peor aún, en horca, hoguera, o arma de fuego para imponer un orden abyecto tanto a los sumisos como a los sometidos.
Recientemente, un joven compatriota nuestro hizo, en las redes sociales, una declaración de fidelidad a su partido político pese a haber admitido que este ha caído bajo el dominio de una dirigencia ideológica y éticamente indefendible. Justificó su lealtad diciendo que, sobre todo, para él es imposible traicionar los principios enunciados en su día por los fundadores del partido. Dicho de otra manera: en su caso, unos vagos y dispersos postulados constituyen el Libro que todo lo permite con tal de que el Libro mismo siga intocado, aun cuando en la práctica se haya convertido en un sarcófago de esperanzas momificadas.
Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.