Su empleo abusivo convierte, a más de una palabra de significado nebuloso, en inútil y vana muletilla. Supongamos que un profesor de ciencias sostiene durante una charla que “el agua disuelve el acero porque el hidromorfismo de los protones anula la fuerza de atracción entre los átomos de hierro y de carbono”. Puede que en la audiencia alguien crea escuchar la voz de un futuro premio nobel, pero lo más probable es que se presenten unos enfermeros armados con camilla, camisa de fuerza e inyección sedante, paralicen al científico y lo conduzcan hasta el interior de una ambulancia, procedimiento para aplicar el cual no hay que saber ni papa de metalurgia.
En cambio, si un político o un orador de barrio se encarama en un taburete y repite, como lo vienen haciendo muchos, que todo el que no piensa como él es execrable por su populismo, nadie vendrá a aplicarle una inyección de cafeína para que despierte y explique qué significa, a fin de cuentas, esa nueva muletilla que al parecer ha pasado a ocupar el papel antagónico de cualquier idea que nos desagrade o no la entendamos. Tal vez sea así sencillamente porque es más fácil deletrear la palabra populismo que enunciar el vocablo hidromorfismo.
En 1992, un renombrado escritor holandés confesaba haberle dedicado tiempo a la vagabundería de confeccionar una lista de los nuevos empleos que se crearían en Europa gracias al retorno de las viejas consignas del nacionalismo, dado que, al paso que iban las cosas, pronto existirían embajadas de Estonia en Flandes, de Córcega en Liechtenstein, de Moldavia en Eslovenia, de Valonia en Cataluña, del Véneto en Escocia y así sucesivamente. No lo dijo, pero estaba implícito en su texto, que la vuelta tribal a la fragmentación nacionalista de finales del siglo XIX no se disimula tras el hecho de que casi todo lo que antes fue reino, principado, ducado u otra zarandaja monárquica ahora se disfrace de república.
Pareciera que, del mismo modo, en otro ámbito nosotros ya retrocedimos hasta 1960, época en la que, para no dilapidar inteligencia o discernimiento, los cerebros más desquiciados del momento empleaban, como ahora se usa el de populista, el calificativo de comunista para practicar la refutación turca, que consistía en cortarle la lengua a todo el que osara opinar contra los firmanes del sultán. “Si no te callas, te llamo comunista o populista, es solo cuestión de cambiar tres letras”.