Si un gobierno tortura a un luchador social, ¿deben los países ver hacia otro lado bajo el principio de la no intervención en los asuntos internos?
Si un gobierno arma escuadrones de la muerte que asesinan a dirigentes sindicales, ¿deben otros países quedarse callados por el principio de autodeterminación de los pueblos?
Lo pongo más en concreto: si ahora, en Colombia, la dirigencia de la FARC empezara a ser sistemáticamente liquidada, en una violación flagrante al acuerdo de paz negociado con el gobierno, ¿deben los países abstenerse a decir algo para no interferir con los asuntos colombianos?
Hace dos años, cuando asesinaron a la dirigente ecologista hondureña Berta Cáceres por su resistencia a un proyecto hidroeléctrico en el que estaban metidos poderosos intereses de ese país, ¿debió hacerse silencio?
En todos los casos pienso que no. Hay que estar vigilantes, obligar al respeto de los derechos humanos y la democracia en cualquier parte del mundo. Internacionalismo democrático.
Las personas y partidos que hoy se aferran al principio de no intervención para evitar criticar la deriva autoritaria y violenta del gobierno venezolano son política y éticamente inconsecuentes. ¿O es que la represión, el asesinato y la tortura son justificables (o tolerables) cuando lo cometen personas con las que se tiene afinidad ideológica? Diría que, precisamente por ser afines, la barra de la exigencia política y ética debiera ser más alta.
En la sangrienta historia latinoamericana reciente, la derecha fue ciega con el Chile de Pinochet, pero denunciaba a Cuba. Y la izquierda, ciega con Cuba, pero denunciaba a Pinochet. No había compromiso con los derechos humanos, sino cálculo político: denunciar al otro para ganar puntos y hacerse el tonto con los muertos, torturados y los encarcelados del lado propio.
Pienso en el Frente Amplio y su afán de convertirse en un partido de masas con vocación de poder en una democracia como la nuestra: ¿para qué cargan con el fardo de defender a Ortega en Nicaragua o a Maduro en Venezuela? Son gobiernos que se están yendo (o eventualmente se irán) a pique, y muy merecidamente.
Un proyecto de transformación social y económica en el que la democracia política –que tanta lucha ha costado consolidar– no sea la premisa innegociable es, en la práctica, regresiva.
Una izquierda que patina frente a ella y los derechos humanos no tiene futuro.