Escribimos este texto el 24 de diciembre y, olvidando por un momento que será publicada en enero, estuvimos a punto de intentar un saludo o un cuento de Navidad. Nos abstuvimos a tiempo y, sin dejar de pensar en lo satisfactorio que habría sido poder ofrecerle un regalo a cada uno de nuestros escasos e ilocalizables lectores, decidimos que lo menos extemporáneo será desearles que el nuevo año les sea tan leve como memorable. Compartiremos con ellos –sobre todo con los que aman los libros o les son adictos– un descubrimiento o un recuerdo, dependiendo de que hayan o no hayan leído el que pasamos a recomendarles. En verdad, envidiamos a quienes lo leyeron antes que nosotros, probablemente muchos, ya que la publicación original, en inglés, data de 1970 y, si ahora pudimos adquirirlo, fue porque una refinada amiga con quien nos comunicamos por medio de la red nos informó de que se encuentra en librerías una traducción española del 2002.
La obra – 84 Charing Cross Road– pertenece al género epistolar, pero no es de ficción. Comprende las cartas intercambiadas entre 1949 y 1969 por una escritora estadounidense radicada en Nueva York (Helene Hanff, pobre como casi siempre corresponde a los escritores) y el personal de una tienda de libros usados pero bien conservados de Londres, cuya dirección es, justamente, el título. En el lado londinense corresponde el empleado Frank Doel, pero se intercalan algunas intervenciones, también epistolares, de amigos y parientes de ambos. Aunque el tema dominante es el de los libros que Helene encarga a la librería y paga religiosamente a pesar de su pobreza, los comentarios que ella y Frank hacen sobre esos y otros textos son fascinantes e inducen a lamentar la brevedad del libro.
Entre los detalles marginales de esa correspondencia se vislumbran las duras condiciones de vida imperantes en Inglaterra en los años de racionamiento que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, así como cortas e interesantes observaciones de carácter histórico, político y sociológico sobre Estados Unidos e Inglaterra. Por ejemplo, en una carta de marzo de 1958, Frank –quien también carece de fortuna–, tras contar que Nora, su esposa, ha estado hospitalizada durante varias semanas, escribe: “Ha sido una dura prueba para nosotros pero, gracias a nuestro Servicio Nacional de Salud, no nos ha costado ni un penique”. Por entonces todavía no surgía en el horizonte una tal Thatcher, la trituradora social, y se nos ocurre que en el futuro esa misma nota despertará el mal recuerdo de los gobernantes que iniciaron el colapso de la Caja Costarricense de Seguro Social.