Por más de cuatro años las conversaciones de paz en Colombia se desarrollaron alrededor de una enorme tensión entre lo ideal y lo posible. No podía ser de otra forma. Cualquier negociación arranca de aspiraciones contrapuestas (los ideales de cada parte), que solo pueden allanarse si confluyen hacia puntos medios (las posibilidades dictadas por la realidad). La tarea siempre es difícil, pero se convierte en titánica tras un conflicto de cinco décadas que ha cavado tumbas, heridas y traumas profundos. Por esto el proceso colombiano ha sido tan largo y torcido.
El miércoles, al fin, fue refrendada la segunda versión del acuerdo entre el gobierno y las FARC. La decisión emanó del Congreso, no de un referendo, como se intentó con el primer texto, sin éxito. Fue una vía imperfecta, de menor contundencia que una consulta directa, pero impecablemente constitucional y práctica. Como opción, estaba la parálisis.
El nuevo texto es mejor que el primero. Obliga a las FARC a entregar todo su patrimonio para la reparación de las víctimas y a revelar detalles sobre sus operaciones de narcotráfico. Los dirigentes que reconozcan sus crímenes no irán a prisión, pero tendrán limitaciones severas a su libertad. Se mantiene abierta la vía para su participación política, pero con menores concesiones sobre el número de escaños legislativos. En los juicios solo intervendrán jueces locales; los internacionales actuarán como observadores y los fallos podrán ser revisados por la Corte Constitucional. El plazo para ejecutar el acuerdo pasa de 10 a 15 años, con lo cual presionará menos al fisco.
Para su implementación plena se requerirán 30 leyes. La Corte Constitucional decidirá si se les puede aplicar “vía rápida”. De lo contrario, habrá más lentitud y tensiones políticas. Persiste la duda al respecto, pero ayer se dieron los primeros pasos para la desmovilización de la guerrilla.
El camino que ahora se abre será aún más escarpado que el de las negociaciones. Más allá de los compromisos formales, el gran desafío será generar una verdadera –aunque también imperfecta– reconciliación. Tolerar al “otro” que ha agredido o masacrado será en extremo difícil, pero indispensable. Creo que el presidente Juan Manuel Santos lo tiene muy claro. Es hora de que lo acepte su predecesor, Álvaro Uribe. La tolerancia debe empezar por las cúpulas; la generosidad, también.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).